Cuando con tus propias manos y un buen cuchillo limpias un pescado para cocinarlo, normalmente desechas la entraña del animal. Ese oscuro tránsito manchado de heces. Te quedas con la carne magra, que es lo que hay alrededor de la entraña. Pero el bicho respira, late y digiere a través de sus entrañas, que a veces no son más que huecos. Huecos para respirar, huecos para digerir. Intestinos, pulmones, estómago. Vivimos gracias a esos huecos. Lo esencial es un hueco, un vacío. Es nada. De esa nada se nutre lo adjetivo, que es lo que vemos.
Un texto escrito, un libro, es como un pescado. Durante siglos hemos pensado que los textos tenían una entraña que desentrañar: el significado. Sin embargo, los lectores se han hecho mayores. Han perdido la ingenuidad. Ahora saben que el centro del pescado no es algo claro. Es, también, un hueco.
Un ejemplo cualquiera: la pieza teatral The Caretaker, de Harold Pinter. Uno de los personajes es Aston, un joven que ha sido sometido a electrochoque. Él mismo nos lo cuenta: dice que antes solía hablar mucho, y había gente que lo escuchaba. Pero tenía alucinaciones. Aunque no está seguro de que fueran alucinaciones... Veía, de repente, las cosas muy claras. Y se las decía a sus amigos. Era un hombre auténtico, que decía su verdad. Pero alguien debió de comentar algo, aunque él no lo sabe... Alguna mentira. La mentira se propagó y la gente empezó a mostrarse rara. Un día se lo llevaron a un hospital. Su madre firmó un papel dando permiso para los electrochoques. Pinzas en las sienes, descargas eléctricas. Después del tratamiento, sus pensamientos se hicieron lentos. No podía unirlos. No podía escuchar a la gente, ni mirar a izquierda o a derecha. Ya no hablaba tanto como antes. Ya no hablaba.
En este texto se ve claramente la entraña ausente. La entraña del texto de Pinter es algo que ocurrió en el pasado. Algo de lo que no se dice nada concluyente. Tal vez Aston estaba loco, pero tal vez era un genio. Molestaba a los otros y alguien determinó que necesitaba tratamiento, pero el lector no sabe si eso fue justo o injusto. La locura es eso, algo que molesta y debe ser controlado y reprimido, algo esencial que, precisamente por serlo, debe desecharse. Cualquiera que haya leído, por poner un ejemplo algo tópico, a Leopoldo María Panero, sabe de qué le hablamos. Otro ejemplo, relacionado precisamente con el electrochoque, es el de Ernest Hemingway, que acabó en su suicidio. Michel Foucault, en su Historia de la locura en la época clásica, dice: "Liberado, el loco está ahora al nivel de sí mismo; es decir, ya no puede escapar de su propia verdad; es arrojado a ella, y ella lo confisca por completo... (La locura) tiende a la vez a la verdad del hombre y a la pérdida de esta verdad, y en consecuencia a la verdad de esta verdad." Foucault no es siempre claro, pero deja entrever que la locura es, en nuestra sociedad, la entraña del pescado. Comemos de las otras cosas, pero no tragamos la locura, que es lo que, siendo propio de nosotros mismos, lanzamos a la basura. Aston, en el texto de Pinter, es una persona que ha llegado a su verdad más esencial, y precisamente por eso ha sido excluido.
Lo que distingue hoy en día a los mejores lectores es la intuición de que la entraña de los libros, como la del pescado, está fuera del texto. De que ellos, los lectores, juegan un papel activo: soñar con la entraña perdida del libro. Ellos saben que leer es, de alguna manera, escribir. Que la escritura solo la terminan ellos. Harold Pinter no nos da la verdad de Aston. La escritura no es dar verdades. La verdad, ese humo que se escapa, vive en la lectura, en sus vacíos, en las grietas que nos abre. El corazón del libro que lees está en tus ojos; en ti, lector. Es él quien te lee a ti. Tú eres su libro.