Jamás imaginé que le dedicaría un artículo a Francisco Umbral. Ni me gustaba mucho ni me caía demasiado bien; pero no es menos cierto que leí con fruición algunas de sus novelas cuando empezaba a interesarme (de verdad) por la literatura.
Y es que hubo un tiempo en que yo también fui un pardillo de provincias en la capital; un tierno aspirante a plumilla que miraba las mesas del Café Gijón desde el Paseo de Recoletos con la improbable esperanza de encontrarme una celebridad (Fernán Gómez, Vicent, el mismo Umbral) que me apadrinase en un aún más improbable mecenazgo literario.
Por aquel entonces yo imaginaba que todo consistía en hacer horas en el Gijón (más tarde lo cambiaría por el Comercial), con la mirada distraída en algún libro de prosa enrevesada y, anudado al cuello, un fular negro que me había agenciado a modo de bufanda. Recuerdo haber paseado por Madrid "La leyenda del César Visionario", donde Umbral retrataba, entre el carboncillo y la sátira, la generación de los Laín, Ridruejo, Torrente, Foxá o el cuñadísimo Serrano Suñer. También, cómo no, a su admirado D'Ors. Tiempos de tertulias en blanco y negro en los que los intelectuales bailoteaban alrededor del sátrapa de voz aflautada procurando no levantar la voz más de la cuenta. El principio de la novela de Umbral es casi su resumen: "En un Burgos salmantino de tedio y plateresco, en una Salamanca burgalesa de plata fría, Francisco Franco Bahamonde, dictador de mesa camilla, merienda chocolate con soconusco y firma sentencias de muerte."
Umbral estaba de moda y en cada página yo me encarnaba en aquel Francesillo, su alter ego adolescente que empezaba a comprender (a mí me llevaría algo mas de tiempo) que en la vida suena una sola nota entre un océano de ruido, crece una sola violeta por varias toneladas de mierda, y, en definitiva, hay que achicar sordidez a calderadas para rescatar un trocito de belleza.
Eso es lo que queda en el haber de Umbral. Su escepticismo agrio, su poesía sórdida, su efigie de literato vanguardista y cínico que citaba a Proust y a Baudelaire cuando España era un país cerril y narcisista. Quizá sea más abultada la lista del debe. Su servilismo hacia quien le interesaba (Cela en vida, el inefable Pedro J., su encumbrado Ramoncín) y esa permanente y aburrida proclamación como guardián de la alta literatura
Tampoco le mejoró mucho su cultivada imagen de genio incomprendido. Y es que tiene bastante de tramposo jugar al poeta maldito con la mano izquierda mientras se reciben preces con la derecha. Poeta maldito es Leopoldo María Panero, que sobrevive alcoholizado, loco y desdentado tras varios intentos de suicidio y tres décadas largas de peregrinaje por los manicomios del país. Umbral se acomodó en el rol del genio incomprendido mientras disparaba desde su columna diaria de "El Mundo" y recibía los más altos premios nacionales.
Queda, eso sí, la imagen tópica del escritor misántropo y nictálope, el ave de bufanda y gafas de pasta que deja caer sus garras sobre una olivetti gastada. Umbral quiso ser un poco Cela y otro poco Larra. Tiempo habrá en el futuro, sin su alargada sombra enturbiando, de colocarlo en su lugar. De momento, me sumo a los que lo recuerdan. Aunque sólo sea porque un día, hace años, yo también quise ser un novelista con bufanda en el Café Gijón.