Willie Chandran, el protagonista de la novela de V.S. Naipaul, Media Vida, es un chico nacido en India que deja su país para huir de un mundo que le asfixia. Huye a Inglaterra y después a las colonias. Como pertenece a una pequeña comunidad cristiana muy minoritaria en India, todas las ideas preconcebidas que los ingleses tienen de su país no coinciden en absoluto con él. En Londres nadie reconoce sus rasgos culturales. Los ingleses saben más cosas de cierta India que él mismo, cosas relativas a las castas altas y refinadas. Willie dice: Algunos de los chicos de aquí me hablan del Kama Sutra. Nadie me habló de eso en mi tierra". Precisamente un tipo de texto que enciende la boba imaginación occidental y que le da a la cultura india un aire de sensualidad exenta de pecado y de culpa (sí, los occidentales perdonamos en los otros lo que no nos perdonamos a nosotros mismos) es el tipo de texto que no le sirve a nadie para entender a Willie ni para que él pueda identificarse. Él no pertenece a esa India. En Europa nadie sabe nada de su comunidad. Es, culturalmente, un extraterrestre. Si quiere que los occidentales tengan una imagen verosímil de él no tiene más remedio que crearla él mismo. Escribir novelas. Esta sensación la han tenido millones de inmigrantes en el mundo, y ha creado eso que conocemos como literatura de la diáspora: Salman Rushdie, Amy Tan, Toni Morrison, Chinua Achebe, Wole Sonyika o el mismo Naipaul son representantes de la misma. Inauguran una narración de sí mismos para explicar su identidad. Se da la paradoja de que lo que nace de sus textos es una identidad nueva. Como a una serpiente, se les cae la piel y les sale una piel nueva. La narración de Willie no explica o cuenta su identidad: es su identidad. Se construye narrándose. Willie es lo que les da a los otros como lectura. Esa identidad no coincide ya con la original -si es que existe algo que se pueda llamar identidad original", cosa que no creemos. Ya no coincide con la identidad cristiana que quedó en India. Willie, durante media vida, se crea otra. Sabe que tiene que hacerlo, porque mientras no lo haga vivirá en el limbo. No existirá, no tendrá identidad. El limbo es el lugar del inmigrante.
En esta sección de la revista no nos gusta hablar de temas de furiosa actualidad, porque lo furioso es muy caduco. Solo se puede ser furioso un tiempo limitado. Pero este mes vamos a hacer una excepción y vamos a relacionar el libro de Naipaul con textos de la prensa. Hace poco ha saltado el caso de Sergi Xavier Martín, un hombre que agredió brutalmente a una menor ecuatoriana en el interior de un vagón de tren. El mismo día apareció una noticia que los medios de comunicación se han esforzado mucho en no conectar con la agresión a la joven inmigrante. La noticia, que seguramente fue redactada antes de que apareciera el vídeo del vagón de tren, explicaba que los bancos en España cobran más intereses a los inmigrantes que a los españoles, cuando son aquellos y no estos los que cumplen con sus pagos con más puntualidad y rigor. Ambas noticias nos devuelven dos realidades difíciles de negar: la sociedad de acogida, ese elemento complejo y abstracto que para simplificar y entendernos llamamos España, abusa de los extranjeros tanto en lo particular como en lo general. Maltrata tanto a individuos como a colectivos. Golpea a la persona y practica la usura con toda la comunidad. Los españoles, inevitablemente para cualquiera que lo vea desde fuera, aparecemos representados por estas dos noticias como salvajes y cicateros. La leyenda negra resucita por mucho que aquí no queramos verlo. En contrapartida, el presidente de Ecuador invita al enfermo agresor a curar su enfermedad mediante un viaje a Ecuador para que conozca a los ecuatorianos y aprenda algo en su vida. Quién fuera avestruz. Nosotros no tenemos ni dónde esconder la cabeza.
Los inmigrantes hace tiempo que han llegado aquí. Pero, como el Willie de Naipaul, su identidad aún no está aquí. Están en el limbo de los inmigrantes. Todavía tienen que apretar los dientes y salir al mundo, y solo lo harán como Willie: construyendo por sí mismos su identidad nueva, que no será ni la de sus padres ni la del país en el que viven. Cuando la construyan estarán aquí de verdad. No solo sus cuerpos y su fuerza de trabajo, sino ellos mismos. Tal vez es pronto, pero de aquí a poco vamos a ver cómo segundas y terceras generaciones de inmigrantes escriben sus novelas, componen sus músicas, escriben en periódicos, enseñan en las escuelas, curan en los hospitales. Escribirán su propia identidad. Algo muy sintomático de lo que ha pasado en el caso del salvaje agresor del tren es que, mientras de la chica no sabemos ni el nombre, él se ha convertido en un fenómeno mediático. Los medios de comunicación, esos ciegos tontos que se limitan a escribir la historia que les dicta el morbo de las masas, están convirtiendo al chico en una especie de rara estrella del famoseo. Lo sabemos todo de él: sus gustos, sus problemas psicológicos, su historia de vida. Todo. El discurso de la comunidad inmigrante, sin embargo, está todavía encerrado en su limbo. No se oye. La literatura de la diáspora, que en las tradiciones inglesa y francesa ya tiene sus clásicos y ha hecho su recorrido de lo excéntrico a lo central, en España no se sabe ni lo que es. No ha nacido. Tenemos que empezar a escribirla. Y decimos nosotros y no ellos porque los inmigrantes ya son nosotros. Son nosotros a la hora de pagarles menos, a la hora de borrar su discurso, a la hora de culparles de los males de la sociedad. A la hora de robarles con usura, a la hora de explotarlos laboralmente. Pero también tienen que ser nosotros para decir, para hablar, para escribir. Sus novelas, cuando las escriban, serán la más genuina muestra de nuestra literatura. Nuestros políticos, buscando votos, hablarán de ellas con falso orgullo. Cuando lo hagan, alguien deberá también recordarles la usura de nuestros bancos