El caso es que me he criado en una familia de vegetarianos. Mi padre fue militante de un partido ecologista y mi madre, oriunda de emirato árabe. Yo era de los que se levantaban para el müsli y comían manzanas sin pelar. Mi juventud son recuerdos del huerto de mi prima Candela, y no conservo huella de ningún departamentos de embutidos.
La vi brillar por primera vez arrellanada en la huerta que hay junto a los muros del antiguo palacio de Monforte. Era de un verde denso y emitía destellos de un corazón claro y jugoso. Yo no tenía hambre, pero al verla, me cegaron los jugos.
Juro que la primera tarde conseguí dominarme, pero en el silencio de aquella misma noche comenzó la tortura y la ambición. Cuando me desperté, ya presentía al hombre que soy ahora.
En cuanto acabé con el müsli, tomé el arma del cajón. Me dirigí al parque de Monforte y allí, en un banco estratégico de lector dominguero, me senté para acecharla. Era inmensamente dulce, una matrona todo amor, una escultura de Botero, una madonna de Bottichelli. Mi boca era un hormiguero de deseo.
Obedeciendo la orden de un superior interno, caminé hasta ella igual que un simple paseante. ¡Qué vileza! Y en cuanto la tuve a mis pies, me arrojé sobre sus volantes como lo haría un violador. La herí, mi verde col amada. La apuñalé con saña, ¡¿qué falta haría?! Ella, mi oronda dulcinea, murió dignamente, acurrucada entre sus mil hojuelas. Mientras hundía el puñal en la diana de su tronco y escuchaba el sonido canalla de su herida, una sonrisa despreciable se dibujó en mi rostro.
Juro que ella fue la única. Y juro que ahora ya soy carnívoro.