Recientemente, asistí a un debate sobre la Nueva Narrativa Española a cargo de dos de los más renombrados críticos literarios (y creadores) de la nueva generación, Vicente Luis Mora y Eloy Fernández Porta, moderados por el poeta, y novelista, Agustín Fernández Mayo. Se habló de cultura pop, de ciberpunk, de los modernísimos y de las últimas tendencias. Saqué la conclusión de que en la nueva narrativa no hay un línea común, y que sólo parecen coincidir en la fragmentación de los relatos, como efecto inducido por la sociedad en las últimas décadas en que pasamos a lo largo del día de una a otra actividad -trabajar, comer, escribir, ver televisión, etcétera- sin siquiera advertirlo. Hacia el final de la charla, me llamó poderosamente la atención un punto en el que los tres estuvieron de acuerdo: "Todo por el pop, pero si el pueblo", parafraseando la máxima del despotismo ilustrado. En palabras vulgares, que los eruditos seguirán enriqueciendo la cultura a pesar de que el vulgo no lo merece ni lo entiende. He de reconocer que, a mi personalmente, esa postura tan habitual de superioridad intelectual de los "modernísimos" sobre nosotros, pueblo de literatura de consumo, entretenimiento y enriquecimiento personal, me hace reflexionar sobre la validez del valor de lo distinto por ese simple hecho; ser diferente. Máxime, cuando es una decepcionante realidad ya pop-ular desde hace mucho (Eclesiastés 1:9) que, "Nihil novum sub sole" -No hay nada nuevo bajo el sol-. Lo que suele acontecer, en cambio, como completaba atinadamente Bierce, es más bien "...pero cuantas cosas viejas hay que no conocemos". Tuve el déjà vu de un diletante Oscar Wilde sentenciando: "El arte jamás ha de intentar ser popular. El público es el que ha de intentar ser artista".
Por otro lado, el experimento Joshua Bell. Es uno de los violinistas de más renombre internacional, en uno de cuyos recientes conciertos la entrada más barata costaba 160 euros ¡y se agotaron seis meses antes! El pasado 12 de febrero, dicho virtuoso de la cuerda y la madera, cual "básquet" callejero, estuvo interpretando durante 45 minutos en el metro de Washington con su Stradivarius. De las 1097 personas que pasaron por delante, sólo un niño de tres años se paró a escucharlo... brevemente, hasta que su madre se lo llevó a rastras con aquel "¡Vámonos!, que tenemos prisa". La funda de su invaluable Stradivarius fue recompensado con 32 dólares y 17 céntimos. En la copia española del experimento la recompensa ha sido de 5 euros.
¿Tienen razón, al cabo, los críticos? ¿Es el experimento su palpable demostración empírica?
Creo que no. Arrogarse en adalid de la cultura pop es un contrasentido, ya que ésta no es sino el "conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo". Denostar al pueblo por no caer rendidos ante cada extravagancia creativa por el simple hecho de "tratar de" ser diferente es llanamente un acto de engreimiento. Por cada Picaso, Van Gogh, Beckett o Joyce que han logrado abrir una brecha en una rama del arte, han sido legión los que no han logrado sino el breve reconocimiento mutuo en las endogámicas huestes del arte local. Recobrando a Bierce, lo que suele ocurrir es que la mayoría de esas modernidades, no son sino repetición de otras anteriores, cuyo desconocimiento permite presentar como novedoso lo que en el pasado fue arrojado en la ribera de la cultura y, por tanto, olvidado. Crear para los "elegidos" es un acto comprensible, especialmente si mediante ello, logras considerarte uno de ellos, pero no es cabal, sino más bien petulante. La tarea de la aristocracia intelectual es ser capaz, mediante las ideas y la creación por un lado, de elevar al pueblo al siguiente escalón de la cultura, entendida en su significado de conjunto de conocimientos que permite desarrollar un juicio crítico. Por otro, es su obligación moral, el forzar a los gobiernos a dedicar verdaderamente recursos a este fin. Opino lo mismo que escribía Juan Ramón Jiménez allá por 1910 -¡Pardiez, que poco avanzamos!- referido al Ministerio de Cultura (en aquel entonces Bellas Artes), y es que su función "es hacer posible la cultura, fomentar en la masa anónima las preocupaciones elevadas" El caso Joshua Bell, lo que demuestra es que los gobiernos han dedicado sus esfuerzos a hacer tan estanca nuestra vida y lo han logrado grabar de forma tan eficaz en nuestro cerebro, que si nos damos de frente con la cultura en un horario asignado para otra función -trabajo, deporte,...- somos incapaces de advertirla.