Como ya apuntó Michel Foucault en su momento, los sistemas de poder se perpetúan porque, aunque cambien las clases dirigentes y las grandes estructuras políticas, los ritmos y los valores engendrados por las pequeñas estructuras ideológico-culturales reproducen a la larga tales sistemas.
Este fenómeno ya se pudo comprobar años después de la Revolución Francesa con el Imperio de Napoleón Bonaparte y lo más penoso fue constatarlo con la caída del muro de Berlín: nada o casi nada había cambiado en la primitiva Rusia y en sus repúblicas satélites.
Entre nosotros, quienes se sienten occidentales, democráticos formales y capitalistas, a veces olvidan la existencia de estas estructuras silentes de reproducción, y continúan empeñados en intentar cambiar de gobierno o de partido , cuando la mayoría de las veces se desea cambiar un sistema que parece injusto, cruel o desequilibrado.
Y así no se dan cuenta de que la gran batalla no está sólo en la calle o en el parlamento, sino en el trabajo cotidiano del despacho, la fábrica o la escuela. Porque son esos los lugares donde difundir y practicar la libre discusión, el respeto por las opiniones ajenas o la solidaridad grupal, conjurando el fanatismo, el autoritarismo y la arbitrariedad.
De todo esto, por ejemplo, la Iglesia Católica - primero con los hábiles jesuitas y sobre todo, después, con el Opus Dei - ya se dio cuenta hace tiempo, y por eso continúa con su eficaz labor difusora de propaganda conservadora, mientras muchos izquierdistas le hacen el caldo gordo sin darse cuenta.
Todos estos progres a la page olvidan aquella frase que Giuseppe Tomasi di Lampedusa puso en la boca del príncipe Fabrizio Salina en su célebre Il Gattopardo: " Es necesario que todo cambie para que todo permanezca igual". Quizá por ello, casi todo permanece igual.