Luis Arturo Hernández no ha transigido con las modas ni los falsos ídolos de la narrativa de este naciente milenio. En su novela "Los Lobos de la Causa" hace un ejercicio creativo sin concesiones a la galería. Tras beber en las fuentes más ilustres del abismo -y fénix- colonial del noventa y ocho y de su paralelo nacional -las guerras carlistas-, como Valle-Inclán, Unamuno, Pío Baroja y Pérez Galdós, se lanza a relatarnos en un círculo perpetuo un hecho infausto y puntual: la ejecución sumaria -¿quizás simple asesinato?- del regidor Etcheberry en Viana. Para ello, se une a Manuel Polo y Peylorón, Buenaventura de Cordoba, Antonio Bermejo o Wenceslao Ayguals de Izco, retratistas de la época y con una sutilidad que es difícil de concretar en una primera lectura, teje un hilo indefinible entre aquellos violentos, injustos e inexplicables estertores del carlismo con el momento actual de Euskadi, inevitable fango de aquellos lodos sedimentados en un espíritu de pueblo elegido por Dios y bendecido por los Fueros.
Su relato, metáfora inextricable de las fábulas de lobos y corderos, se sitúa temporalmente entre los siglos XIX y XX y sostiene su arquitectura en unos personajes oscuros -antecedentes de una cierta clase de periodistas-: el húngaro Zoltan Farkas, reportero y casi mágico fotógrafo; el alférez checo Slamovir Vlk, residuo eslavo de guerras tan poco gloriosas como la que aquí se tamiza y comedor de opio; Quito López, cojo doble y ejemplo casi contemporáneo de los corresponsales del norte que van trasquilando apellidos según las aspiraciones a lo nacional-ista y acaban reclamando una equidistancia que sólo disimula una profunda vacuidad; el mozancón navarro Loperena, al que un lector distante no deja de encontrar paralelismos con los actuales terroristo-gudaris; el comandante Ochoa, ¡ordeno y mando!; y la indefectible ramera Lupe, vínculo venéreo entre tanta miseria moral.
Su geografía es liliputiense: Viana, Tafalla y Mirambel, de la que Pio Baroja afirmaba que era un pueblo cerrado, hierático y misterioso.
El vocabulario de L.A. Hernández, como no podía ser menos por sus dotes académicas, es, no rico, sino multimillonario. De una parte, el conocimiento enciclopédico del castellano. De la otra, el rescate de un vocabulario que nos arrastra inevitablemente al momento histórico: esfera armilar, aguamanil, velador, polainas, atalayas, fielato, petroglifo...
Luis Arturo consigue que en algunos momentos, la turbia atmósfera nos confunda sobre el tempus. ¿Estamos en los inicios del siglo XX o del XXI? ¿Es la guerra carlista o es la infame batalla del momento? ¿Dónde comienzan las vascongadas y termina euskadi? L.A. sólo deja intuir esa posibilidad -confirmadas en la página 128-. Es una novela para reflexionar: las pinceladas se suceden, pero es el lector el que debe decidir cómo es la imagen final. No es una novela para una consulta de dentista. Su estructura es compleja en su opaca circularidad. Para entender plenamente a Schopenhauer, hemos tenido que amar a Kant. Para comprender a Hernández, debemos haber vibrado con Valle-Inclán, Baroja, Unamuno y demás denostados transcriptores del carlismo. De hecho, la prosa de Luis Arturo recuerda aquellos disco de vinilo del primer rock sinfónico de Yes, como Relayer, que en una primera audición logran despabilarnos, pero despiertan ecos en nuestra sensibilidad la segunda vez -y posteriores- que los escuchamos.