Tengo una gata. Cada vez que se pone a mirar hacia el fondo del pasillo, muy atenta, con el lomo arqueado, agazapada, como dispuesta a esconderse o a echar a correr, presiento que mi gata está viendo cosas que yo no soy capaz de percibir. Sin embargo, no le hago mucho caso y sigo con mis asuntos. Ahora, después de haber leído La muerte de Venus, creo que debería prestarle más atención a mi gata. Y a las corrientes de aire.
Care Santos se atreve con lo que casi nadie se había atrevido hasta ahora en el campo de nuestra literatura; con una novela de fantasmas que no se le cae al lector de la manos y que se entreteje con los mimbres del imaginario que da consistencia al género en otras tradiciones literarias, muy especialmente en la anglosajona: una casa encantada; bajadas bruscas de temperatura; malos olores, fetidez; inscripciones misteriosas que salen a la luz por debajo del papel de florecitas; manchas sobre un suelo de mosaico; formas sin consistencia, que no se ven, pero que se ciñen a los cuerpos mientras duermen; la huella de historias remotas; palimpsestos en las paredes, inscripciones repetidas como un conjuro en lenguas vernáculas; voces, llegadas de alguna parte, que roban bocas que en el sueño pronuncian sentencias que no les corresponden; lunas de cristal en las que se reflejan masas de luz imposibles de ver de otra manera; espíritus que hablan a través de sus médiums. Y junto a ello, el escepticismo, la prevención, la voluntad de ayudar, la empatía, la necesidad de saber, el misterio de lo cotidiano, la imprevista valentía, la posibilidad de que las cosas intangibles no sean precisamente mágicas y de que sólo nuestra ignorancia nos aparte de valorarlas casi como fenómenos físicos. Quién sabe si algún día...
La reconstrucción detectivesca de una historia familiar sobre la que se cierne otra historia, lejanísima, de pasiones, celos, violación, muerte y venganzas es el hilo conductor de una novela en la que se combinan con maestría diferentes soportes y géneros narrativos: el realista y el sentimental, a través de la relación de pareja de Mónica y de Javier -un embarazo, una ex mujer, un compañero marcado por la amenaza de la separación de los hijos, la aparición de alguien que podría ser una tercera persona y que acarrea sus propias frustraciones eróticas-; el fantasmagórico, que tiene como escenario una casa y toda una ciudad, Mataró, la antigua Iluro romana -el espectro o los espectros habitan las cajas acorazadas de las cajas de ahorros, las tintorerías, los dormitorios principales, las salas de los museos que vuelven a estremecernos desde las páginas del libro...-; el epistolar, con los retazos de una correspondencia que da las primeras pistas sobre unos vínculos familiares traumáticos y una casa penetrada por desgracias que, por su acumulación, no pueden ser casuales; el de la crónica de sucesos; el culturalista, con la inclusión de fragmentos de catálogos y descripciones de piezas arqueológicas; el histórico, ambientado en la Hispania romana, que se centra en el relato de la truculenta violación y muerte de Iulia Pomponia y que a la vez constituye un vívido fresco de época... superposiciones de géneros, abordados con rigor, que como los fantasmas traspasan las paredes, se empapan unos de otros sin disonancias ni forzamientos y consiguen rodear al lector con un efecto adictivo de ficción total. Sin trampas. Porque en la narración de Care Santos no hay saltos mortales ni imprevistos: todo sucede porque previamente el narrador lo ha ido disponiendo así, lo ha preparado y no hay sorpresas efectistas -asistimos dos veces a la muerte anunciada de Iulia Pomponia y a los calcos de su muerte en las muertes de sus invocadores-, sino cumplimiento de los peores presagios y acumulación de elementos siniestros, entre los que destaca una misteriosa danaide cuyo secreto no vamos ahora a desvelar.
El tiempo presente y el tiempo pasado se funden a través de dos tríos amorosos muy distintos y de la persistencia de Iulia Pomponia, el personaje con más carácter y, en mi opinión, mejor definido de la narración de Care Santos: una adolescente, casi una mujer, indignante o admirablemente bella, con deseos de perpetuarse en la carne de su carne, eco genético y afectivo de una madre muerta antes de tiempo, amada entrañablemente y amada también con rabia, sensual y etérea, reflejada no en los cristales de las casas encantadas sino en las cabezas de Venus que su padre esculpe, Iulia Pomponia tiene una muñeca que es un simulacro -siempre siniestro- y el recuerdo de la madre, duplicaciones de Iulia Pomponia que hablan quizás de su destino: el destino de Iulia era ser una imagen, una estatua de ojos sin pupilas, una hoja de papel que se corta en pedazos cada vez más pequeños, una aparición... Iulia Pomponia, víctima y verdugo, lo vivo y lo pintado, debilidad y fuerza titánica.
Destacan en La muerte de Venus tanto la reconstrucción de las formas de vida romana -el magnífico banquete ofrecido al emperador Octavio-, como el respeto y la fidelidad con que Care Santos pulsa las teclas del género espectral. La autora trabaja con un convencimiento sin el que resultaría imposible crear relatos fantasmagóricos para un lector al que, a solas, después de haber leído con gusto, se le ponen los pelillos de punta: es el convencimiento de James, de Wharton, de Sheridan Le Fanu... Sin embargo, tal vez, el aspecto más sobresaliente de esta novela se manifiesta en una prosa cargada de olores, sabores y sugerencias táctiles: el gusto de los manjares romanos, la suntuosidad y la opulencia de las carnes rellenas de pájaros vivos frente a la fresca sencillez de unos higos verdes, la delectación con que se describen los vinos y los alimentos -no sólo del pasado, también del presente-, el detallismo doméstico de un trapo de cocina, un poco sucio, prendido de un gancho... y, sobre todo, esa escena en la que Román, el tercero en discordia, acaricia de arriba abajo la curva del vientre de Mónica, embarazada, quien, entornando los ojos, casi maúlla como una gata. Lo único que no le perdono a Care Santos es que Mónica, conservadoramente, permanezca junto al escéptico Javier -y en esta novela el escepticismo es una forma de cobardía- y no disfrute por siempre de la sensualidad de Román, un cómplice de profanaciones, sustituciones y enterramientos, que por lo que parece tiene además muy buena mano... ¿O es que acaso este final debería recordarnos a la partida de tute con que acaba Viridiana? Si es así, sería perfecto.