Hace poco escribía en esta misma revista digital sobre la alegría que me supuso el saber que las librerías de siempre de mi ciudad aún mantenían sus puertas abiertas después de unos cuantos años viviendo en el extranjero, en el otro lado del mundo, en tierras del Este. Con ello corroboraba que la crisis del libro del que tanto se habla, en mi ciudad no lo parecía o al menos no había sido lo suficiente mortífera para haberse llevado por delante a unas cuantas librerías, al fin y al cabo los lugares donde el lector más atento y más exigente puede encontrar esos libros de las editoriales más minoritarias que normalmente quedan fuera de los circuitos mercantiles de los grandes grupos editoriales que controlan el negocio del libro de nuestro país. Pero en este artículo olvidaba comentar otro fenómeno que he observado en mi ciudad después de tantos años de ausencia: el incremento de las librerías de lance, también conocidas como librerías de viejo o librerías de segunda mano.
Cuando partí de Granada en 1997 era asiduo a un par de librerías de lance que llevaban funcionando unos años con cierto éxito y era raro el mes que no me pasaba por ellas en busca de algún libro que estaba semienterrado entre cientos de libros a la espera de que algún nuevo lector lo rescatara del polvo del olvido. Hoy día estas librerías de lance han crecido por doquier en la ciudad y la posibilidad de rastrear libros descatalogados de escritores que uno admira se ha multiplicado por cien. Gracias a las librerías de lance he ido completando grandes ausencias que había en mi biblioteca, sobre todo libros publicados relacionados con China en las últimas décadas, la especialidad académica a la que uno profesionalmente se dedica, con la paulatina adquisición de un gran número de volúmenes imposibles de encontrar en la actualidad y que su lectura me ha ayudado a ir enterrando lagunas que tenía sobre ciertos aspectos culturales de China. De algunas joyas literarias que uno ha podido encontrar en los anaqueles de las librerías de lance, podría citar la Segunda antología de la poesía china traducida por Marcela de Juan a principios de los sesenta en la Revista de Occidente, este año felizmente reeditada, que es uno de los grandes monumentos de la sinología española. Pero además de los libros especializados en China, siempre me ha gustado rastrear la obra de una serie de escritores que uno admira y que ya son casi imposibles de encontrar en una librería corriente, a la espera de que sus libros se reediten o que algún día se recojan en unas obras completas. Algunos de estos escritores sólo los he podido leer en los libros que he ido comprando en las librerías de lance, aunque sus obras deberían estar al alcance de cualquier lector y siempre disponible en el catálogo de una editorial para cualquier interesado. Por desgracia, las ediciones de los buenos libros también se agotan y muchas veces es tarea imposible dar con ellos. No todos los escritores que más venden o más suenan en el mundillo literario deberían tener la suerte de estar presentes en los estantes principales de las librerías y son muchos los buenos escritores que apenas logran colocar sus obras en más de cien librerías de todo el país. Y escribo cien para redondear y quizás sea una cifra demasiado elevada. La literatura es así y siempre hay que confiar en el tiempo para poner a cada uno en el lugar que se merece. Lo curioso es que estos escritores a los que uno admira siguen vivos y publicando periódicamente sus libros. Podría citar a varios escritores que en una ciudad del sur, como Granada, sólo puedo leerlos gracias a las librerías de lance. Pero me voy a quedar con un nombre imprescindible en la literatura española contemporánea y que merecería llegar a más lectores de los que hoy tiene. Este nombre es José Carlos Llop. Aunque el poeta y escritor mallorquín ha publicado sus últimos libros en una editorial de gran solvencia (e incluso éstos apenas han llegado a la ciudad) y su firma aparece a menudo en un periódico de tirada nacional, casi todos sus libros anteriores, ya agotados o descatalogados, sólo los he podido leer por el azar de ir encontrándolos en las librerías de viejo y por desgracia aún me falta una buena parte de sus títulos. Pero soy lector paciente y sé que el día menos inesperado encontraré ese libro que aún falta para llenar los huecos más importantes de mi biblioteca. Y sin duda alguna José Carlos Llop lo merece, como tantos otros escritores que seguro que algunos de ustedes tienen en mente y que no tienen más remedio de ir siguiéndoles la pista de librería en librería de viejo.
He oído a algún librero quejarse de la competencia desleal de las librerías de lance. Yo creo que un lector atento nunca dejará de ir a diario a la librería a comprar los libros que le interesan y gastarse al mes ese dinero que siempre deja en reserva para alimentar el espíritu en esos ratos de soledad tan necesarios en el día a día para ir creciendo como seres humanos. Las librerías de lance son otro oasis de libertad y fomento de cultura en el desierto de asfalto de la ciudad, un gran almacén bibliográfico para paliar la fugacidad con la que los libros desaparecen de los estantes de las librerías y en muchas ocasiones sufragar las grandes ausencias de las bibliotecas públicas. Llamar a las librerías de lance como librerías de viejo creo también que es un gran error, porque el papel envejece, se va volviendo amarillo como las hojas de los árboles con el paso mortecino del otoño, pero la palabra siempre está viva y nunca muere mientras haya un lector que nunca quiera que se muera. Los buenos escritores tienen esa suerte, aunque pasen lentos los años como pasan las estaciones por las calles de la ciudad. Escribió Azorín que la muerte dispersa a los libros tras una vida de esmero dedicada al coleccionismo, hasta que "un día un librero de lance vendrá por ellos. Dará una suma irrisoria por ellos y se los llevará bárbara y rudamente metidos en capazos o sacos. La vida es así." Tenía razón Azorín, la vida es así y no se puede hacer otra cosa, y gracias a ello los libros viejos -a veces no tan viejos- no caen del todo en el olvido o en las llamas pestilentes de un basurero municipal, y quedarán a la espera de que un día un lector curioso los rescate de un anaquel perdido en una librería de lance de una ciudad cualquiera de provincias y que la lectura avive de nuevo esa ceniza cubierta de palabras que en realidad nunca se apagó en el silencio de la hoguera.