Siempre con la mirada puesta en la superación de la apatía y el inmovilismo de la producción nacional, Daniel Monzón es de los pocos realizadores patrios capaces de ser fieles a sí mismos sin fallarle al espectador, de concitar autoría y sentido del espectáculo en cada uno de sus nuevos trabajos. Si su primera película era una misiva de amor por el fantastique, y en El robo más grande jamás contado se divertía con una comedia de corte salvaje, en su tercer film muda nuevamente de registro y nos ofrece un thriller que posiblemente sea su mejor film hasta el momento; en el proceso, avanza un par de pasos hacia una madurez creativa que, en vista de las dificultades de la propuesta, podrían haber sido en falso.
Con La Caja Kovak, el director deja constancia una vez más de su irreductible voluntad por enfrentar el tedio y huye del, salvo contadas excepciones, mal uso dado al género por nuestro cine. Con tan solo tres películas y menos ínfulas que algunos de sus contemporáneos, Monzón ya ha cubierto ampliamente las expectativas suscitadas al inicio de su carrera para convertirse en uno de nuestros directores favoritos. Atrás queda la gastada etiqueta de joven promesa y a la vista de todos unas cuantas razones de peso para encontrar en su persona las trazas de un auténtico cineasta.
Para la ocasión, el realizador mallorquín se expone al adentrarse en los territorios del thriller con una pieza que, si bien se circunscribe en la tradición clásica del género, flirtea sutilmente en su trama con elementos propios de la ciencia ficción o el terror. Para una mejor concepción del artefacto, Monzón ha contado de nuevo con la inestimable complicidad de Jorge Guerricaechevarría, uno de los guionistas más dotados de nuestro panorama cinematográfico y propietario de un envidiable grado de perversión.
Bajo el notable resultado del esfuerzo conjunto de este par de fabuladores, parece subyacer el designio oculto de recrearse poniendo en serias dificultades a sus protagonistas, quienes, contra su voluntad y por cortesía de los guionistas, son arrojados a un demente juego de manipulación y muerte urdido por un villano al que le quedan dos afeitados. No se requieren grandes esfuerzos para imaginar, fuera de sus maquinaciones fílmicas, al terminal Frank Kovak compartiendo momentos de asueto con otros ínclitos antagonistas de provecta edad, tales como Kurt Dussander o el poco recomendable grupo de la tercera edad que conformaban los inquilinos del edificio Dakota. Y pensándolo con detenimiento, en ese crossover podríamos tener la secuela.