Cuando miramos atrás, especialmente si es en el cine, nuestro cliché sobre el tipo de personalidad o comportamiento al que cualquier individuo de carácter creativo debe responder aparece harto definido. Nos encantan las historias sobre las pendencieras andanzas del bueno de Caravaggio, el mal genio de Picasso, las manías de Einstein o la misoginia de Hitchcock. Y si no es así parece que uno es medio creativo nada más. Si una vez se demuestra que los laureles de la gloria le calzan bien a tu testa, más vale que aparezca rápidamente alguien pronto a alimentar las llamas de una oscura leyenda negra que deje bien claro que no somos creadores o genios de segundo orden. Al vulgo parece que nos ayuda a dormir bien saber que era o es capaz de esto o aquello pero paga una considerable factura en su vida personal que ninguno de nosotros querría aceptar. Eso tranquiliza. Así pues, se supone que el acto creativo es el resultado de alguna especie de desviación, algún tipo de patología obsesivo compulsiva que te lleva a perseguir tus fines por encima de todo, todos y más allá. Yo creo que el mal genio y la antipatía de la gente mínimamente interesante no viene con el kit del parto, se hace no se nace. Se hace después de una larga trayectoria llena de buenos consejeros dispuestos a reubicarte en el camino de lo que ellos consideran legítimo y normal a costa de lo que sea. Así que una mañana se te levanta el niño con la absurda idea de que quiere escribir un cuento, dibujar un dragón en la pared o descifrar los misterios que mantienen en pie la torre Eiffel. O peor, se la agarra con que quiere ser bailarín o actor... eso no parece muy grave hasta que "la tita" Magdalena le pregunta, "¿quieres ser famoso?" y resulta que no, que al niño lo de la fama se la trae al pairo, que lo que él quiere es hacer su dibujo y luego otro y luego otro y luego quiere otro. Y otro. Y como se empeñe en el siguiente de forma tan insistente lo acabamos llevando al psicólogo a ver si lo reubica en el colegio. Lo peor viene cuando pasan los años, pero no la manía. Y uno se descubre funcionario de hacienda o profesor de aeróbic con un piso estupendo en el centro y una mujer de lo más normativo y una eterna sensación de desgracia existencial que no tiene cura. Si la obsesión es lo suficientemente profunda nunca llegas a eso. Te quedas en bicho raro en el colegio, en "ya sabes como es" entre los amigos y en asocial e inconformista cuando llegas a mayor. Si además de eso tu desgracia es haberte enamorado de algo grande, lejano, fantasioso y difícil como el cine ya puedes prepararte a hacer oídos sordos porque pasaras a ser imbécil, iluso, irresponsable, infantil y loco. Porque... a ver ¿de dónde vas a sacar el dinero? ¿Quién eres tú para enfrentarte a ese templo de grandes glorias? O peor, ¿qué sabes tú de algo tan difícil? Porque, a fin de cuentas, el único motivo que puede explicar un comportamiento tan absurdo y excéntrico es un desaforado afán de protagonismo. Porque el cine es fama, dinero y protagonismo y si no, pues no es. No es posible que, simplemente, te apasionen los rompecabezas y tus venas se llenen de sangre y tus pulmones de aire más que nunca cuando estás ahí sentado en la soledad de tu estudio dando vueltas a un personaje, a una determinada toma de cámara, a un encuadre, a una iluminación, a un montaje final que pasa por tu cabecita con claridad meridiana. Durante años creí que el cine, para mi desgracia, era por encima de todo dinero. Dinero y sacralidad. Hasta que un día me cansé de contemplar la más secreta y honda de mis pasiones desde lejos y me decidí a tirarme a la piscina, sin flotador, sin bañador y sin ni siquiera asegurarme de si había agua en la piscina. No nos engañemos, las pasiones son así, de todo menos racionales. Es cierto, no tengo dinero, no soy la hija, ni la novia, ni tan siquiera la amante o la cuñada de nadie que pueda hacerme sitio en el mundillo, no conozco a nadie, no tengo los recursos que mi cabecita sabe que hacen falta, me faltan buena parte de los más elementales, pero, ¿saben qué? Una mañana me levanté dispuesta a sustituir mi tristeza por mi pasión y sin el más mínimo atisbo de duda en la voz dije "voy a rodar un corto". La gente sonríe cuando dices esas cosas. (Quienes me conocen se llevan las manos a la cabeza y dicen "ay Dios mío", el resto sonríe burlonamente) Ahora he rodado un corto, y si les contara como seguramente nadie me creería. No me lo creo ni yo. Pero hay está, esperando en la sala de montaje a que mi pasión irrefrenable siga alimentando el motor de mi imaginación para acabar de encontrar el millón de soluciones que hacen falta para cubrir todos los agujeros que la realidad de la carestía más absoluta nos impone. Me da igual, algo se me ocurrirá. Seguro. He descubierto que ese ejercicio de buscar soluciones a lo imposible me gusta mucho más que cualquier otra cosa en la vida. Soy un constructor de historias y puedo verlas sin ni siquiera cerrar los ojos. Cualquier día de estos tendré que acabarlo definitivamente y salir a la arena del circo en la que seré pasto del más cruel y feroz de los animales salvajes: el público. No puedo controlar ese evento. Pero tampoco importa mucho. Ese es otro capítulo del libro. El motivo que origina todo, que es motor, causa y efecto de cada película que pienso rodar y de cada novela que pienso escribir, sencillamente, me supera. "Sucede", sin más y no puedo evitarlo. Posiblemente, me moriré tan muerta de hambre económica como he vivido, pero seré del escaso grupo de gente que se puede morir porque un día estuvo vivo. Y haré todo lo posible porque así siga siendo durante el mayor tiempo posible. Y critíquenme hasta el aburrimiento porque mi vida es excéntrica, ilusa y carente de todas esas cosas que la normativa al uso nos impone. "Ande yo caliente y ríase la gente".