Malovanka
En una parada de autobús, bajo la marquesina, resguardado de la lluvia (resignado a ella). Con la cabeza inclinada sobre el pecho, dormita como un pajaro, envuelto en el turbio vapor del alcohol barato de los mendigos. Como en todas las grandes ciudades del mundo.
La manta raída y amarilla cubre sus piernas inválidas y el milagro de la silla de ruedas. Desde ahí puede observar el hotel piramidal de cuatro estrellas y las bandadas de turistas despreocupados. Vigila las ciclópeas obras del cruce de Malovanka desde su estratégica atalaya: justo enfrente de la tienda de ultramarinos, de la que una mano - igual de roñosa que la suya - le trae botellas de cerveza y de ron de patata con las que calentar eso que dicen que tenemos todos dentro, y que llaman alma.