Nos ha caído en las manos la traducción de los impresionantes poemas del afroamericano Langston Hugues (Blues, Pre-textos, 2004). Como las olas que chocan contra la orilla y la van modificando, la van erosionando lentamente, la lectura de estos poemas es la película del lento avanzar de la negritud, su sacrificio musical, su crudeza y su delicadeza, el avance duro y constante de la dignidad humana en América del Norte. Hughes a veces te pone a escuchar jazz en tu inconsciente, de fondo, y otras veces te para la música para reconvenirte, para alarmarte, para mostrarte las fotos que quiere que veas. Nosotros no sabemos mucho de Hughes, no lo suficiente como para hablar aquí. De lo que queremos hablar es de la traducción, o mejor dicho de la proeza de traducir estos versos al español, llevada a buen puerto por Maribel Cruzado, mujer a la que no conocemos pero que es un lujo para todos. Para los lectores de aquí y para la difusión del autor. Es el vínculo necesario, la guía (imperfecta, como todas las guías) sin la que no hay acceso a nada. A veces nos parece que traducir es una tarea de locos. Que hay que tener un sentido incorruptible de la responsabilidad, tan exagerado que roce la insania, o, por el contrario, ser un irresponsable absoluto, es decir, un loco literal. Cualquier traducción que no viva en uno de esos dos extremos, que se acometa con el objetivo de cumplir un trámite, de traspasar algo de tal modo que todo el mundo pueda olvidar las dificultades y los hallazgos que se dieron en ese traspaso, es una traducción mediocre, un palabreo que no tiene latido, que no vive, algo parecido a una lista de teléfonos. ¿Cómo traducir la jerga de los poemas de Hughes, su musicalidad? ¿Cómo traernos tal cantidad de información cultural que no es compartida por nosotros? ¿Cómo traducir, en definitiva? En un mundo normal, el traductor y el autor deberían firmar los libros juntos, y todo libro traducido debería venderse con una portada bicéfala, con dos fotos, dos autores, dos fajas con elogios. El pensador o poeta y el loco fabuloso que, cual alpinista de ochomiles, se atrevió a traducirlo. Esta idea es poco original, ya se ha formulado o sugerido de muchas formas distintas (Heidegger, Benjamin y Derrida entre otros muchos, estaban obsesionados con la idea de traducción, así que imagínense), pero la moda no prosperó. El hecho de que no haya prosperado es una de las marcas de nuestra sociedad burguesa y contemporizadora, y con unas copas de más seríamos capaces (no se asusten, no lo haremos) de argumentar la conexión entre este detalle y el hecho de que la ONU y demás organizaciones que se dedican a que los países se entiendan (es decir, a traducir) funcionen peor que el negocio de la venta ambulante de novelas de Tolstoi a lo largo de las playas de la costa mediterránea. Traducir es un fracaso asegurado. La sensación que se tiene a veces, traduciendo, es la misma que se tiene cuando uno ve, con toda claridad, que un amigo va a tener un desengaño en la vida si sigue con cierta actitud suya, pero él no puede verlo. El no ha pasado, por sí mismo, por ese trance, y no sabe lo que es. Y para saberlo tiene que sufrirlo. Pasarlo mal. Podemos traducirle algo, decirle lo que le pasará, y él, el lector de nuestras palabras, tendrá que interpretarlas. Pero no sabe bien nuestro idioma, y no entiende hasta qué punto el original no existe, o es como una casa tras un incendio. Se puede reconstruir, pero nunca será la misma. No quedará igual. Leer a Hughes en su inglés y después ponerlo en nuestro castellano es como que te obliguen a incendiar un edificio en Nueva York y a reconstruirlo luego en Sevilla. Los planos son los mismos, pero las dimensiones y la estructura de la ciudad es otra, la luz y el clima son diferentes, las personas están acostumbradas a otros espacios domésticos, y todas estas cosas hacen que el edificio sea muy difícil de reconstruir para que guste igual. Estamos seguros de que Maribel Cruzado ha, de alguna manera, impuesto la publicación de los poemas de Hughes. Ha sido su trabajo de estudiosa, su interés en la obra del norteamericano, sus ganas de guiarnos, de hacernos conocer algo nuevo que no conocemos, lo que ha hecho que se publique a Hughes aquí. En lugar de buscar traductor para un libro bueno o de éxito, ocurre exactamente lo contrario: el traductor ha sido quien ha buscado el libro bueno para traducírnoslo. Este tipo de traductor es el necesario. El que está dispuesto a darnos a conocer lo que no conocemos. Maribel Cruzado, como tantos otros traductores, nos lanza un meteorito desde otro mundo para que luego, tranquilamente, nos demos un largo y placentero paseo para observarlo. Es evidente que hay que darle las gracias.