En los albores de la tecnocracia, esa pretendida beatífica etapa de la Dictadura que siguió a la crudelísima y sangrienta Posguerra, allá por los sesenta, el Régimen abrió El Parque Sindical. Era un recinto enorme dedicado al ocio y el deporte que, enalteciendo aquel «Contamos contigo» tan célebre, los sindicatos -en realidad Único, como España, y en azul- ponían a disposición de las familias sindicadas (numerosas, a mayor abundancia) por una muy módica cantidad de entrada. Eran años de repoblamiento nacional después de la mortandad guerrera que había dejado a la patria en cuadro, y mucho y muy seguido se premiaba la fertilidad familiar (únicamente), no sólo otorgando a estas familias viviendas gratuitas (¡como ahora!), sino con un enorme compendio de beneficios que abarcaban desde la gratuidad absoluta de la enseñanza (¡como ahora!), descuentos excepcionales en economatos y transportes públicos (¡como ahora!) hasta vacaciones en centros concebidos para tal fin en distintos puntos de la península y Canarias. Los sábados y domingos del estío, cuando apretaban los calores y las familias se sofocaban en la estrechez suma de los hogares -una vivienda social de entonces para una familia numerosa de cuatro o cinco hijos y abueletes tenía un promedio de 90 metros cuadrados , lo que sería Jauja para la Ministra de Vivienda socialista-, multitud de familias en pleno acudían en autobuses que salían de Moncloa a El Parque Sindical. Allí, la prolífica multitud era tal que permiso había que pedir para poder, no ya nadar, sino entrar tan siquiera en el agua de la enorme piscina. Como el «Contamos contigo» aun no había hecho efecto y en la patria no había sino ancianos, niños, excombatientes y expresos, una dura lucha por la supervivencia que mantenía a más de la mitad de la población en las riberas del más completo analfabetismo y una falta de costumbre con eso de la higiene que mantenía alejados del agua a buena parte de las clases bajas, que eran las que masivamente llenaban aquel Parque, pues no había mucho problema, porque dentro del agua se estaba en posición de firmes, cosa consubstancialmente coherente con una Dictadura inflexible como lo era aquella que gobernaba con mano de hierro los destinos de la patria. Así cabían más, miel sobre hojuelas. Se respiraba sociedad por los cuatro costados, casi hermandad, sin más peligro que para las féminas de buen ver tanto fértil macho ibérico como abundaba. Piel con piel, casi aunados, la población combatía como un solo ser el rigor veraniego, aun dándose apoyo mutuamente si alguien perdía el pie, e incluso, por esas cosas de no molestar, volver a los paradisíacos prados de la infancia orinándose encima... o en el agua, cosa que producía inefable placer en los mamones a tenor del sello de orgiástico gozo que se imprimía en su semblante.
¡Qué tiempos, ¿eh?! No saben los jóvenes lo que se perdieron. O sí lo saben. Sí, porque la modernidad de entonces de un Régimen del extrarradio de Occidente se circunscribía a un El Parque Sindical como el descrito, pero la globalización les ha procurado una alternativa plausible para que las viejas generaciones resistan el alzeimer con el remozamiento de la experiencia y las nuevas puedan sentir aquellos inefables gozos y los almacenen en las gavetas de su alma. Me refiero al Pis Mediterráneo. Bueno, éste es el nombre con el que mis hijas le bautizaron cuando siendo muy niñas fueron a él por primera vez en un ya muy lejano verano. Pis Mediterráneo: sólo un niño podría haber bautizado tan felizmente a nuestro ancestral Mare Nóstrum. La cultura que por él se extendiera es hoy por hoy un asco, si atendemos el despelote social que nos invade y acogota, y mucho tiene de aquel
El Parque Sindical tan orinado (no se tiene claro si como manifestación de rebeldía política), aunque ellas no lo hubieran conocido. En mi familia, desde aquel día, no le nombramos de otra forma: Pis Mediterráneo. El Parque Sindical fue la máxima aspiración de enormes capas sociales -las más humildes-, el sueño de una chiquillería sin televisión ni juguetes cuyas vacaciones escolares se limitaban a la aventura callejera, si es que no habían cumplido los catorce años y ya sus padres los ponían a trabajar de aprendices de lo que fuera. Si se era buenos chicos y la economía lo permitía -las tres pesetas que costaba por cabeza eran un dineral en aquella economía de supervivencia-, el sábado o el domingo, a El Parque Sindical. Y las familias en pleno invadían metros y autobuses (el Ombligo, el SEAT-600, era un sueño que todavía no estaba al alcance de todos), hacían interminables horas de cola en la parada de los autobuses que conducían a las playas de la diversión veraniega en que venía a dar aquel Parque, y allí, entre toallas modestísimas y comida en tartera (los tapperware estaban aun en la otra ribera de la modernidad), la chiquillería disfrutaba al tiempo que los abuelos despotricaban contra la licenciosidad en que daba el mundo y los padres, chochos de alegría por proporcionar a su descendencia aquellos lujos que en su infancia fueron humildes albercas, si las hubo, se complacían al sol del progreso que abrasaba impiadosamente los solares de España.
Menos mal que el Pis Mediterráneo ha venido a continuar aquella tradición, impidiendo que muriera en el olvido. Ahí, en las playas del color que sean desde Cádiz a Gerona, las multitudes se agolpan como en El Parque Sindical, como en El Parque Sindical se achicharran en la orilla entre rigurosos soles y mosquitos insidiosos, como en El Parque Sindical han de pedir permiso para entrar en el agua o moverse y como en el Parque Sindical pueden orinarse en el agua, confiriendo con su humanidad este nombre que tan bien le define: Pis Mediterráneo.