Justo ahora que el verano de paz y amor, conocido también como el verano de las flores, fugaz apoteosis del movimiento hippy y antesala de la contestación juvenil del 68, cumple cuarenta primaveras, quien lo desee tiene la oportunidad de zambullirse en la década dorada de la mano de un personaje instalado entonces en el epicentro de los acontecimientos, cuyas actividades, siempre en la sombra, contribuyeron a crear y a propagar las ondas sísmicas llamadas a sacudir las conciencias, ésas que durante un tiempo precioso parecieron capaces de alterar el curso de las cosas.
Aunque el nombre de Joe Boyd por sí solo a muchos les pasará desapercibido, asociado a los de Dylan, Waters (Muddy, pero también Roger), Gillespie, Baez, Davis (Miles), Seeger, Coltrane, Clapton, Ellington, Hendrix o Townshend, sin duda cobra significado. Son algunos de los personajes ilustres con quienes trató y colaboró, junto a muchos otros los auténticos protagonistas de su libro "Blancas Bicicletas: Creando música en los sesenta."
Asistente en giras de músicos de jazz y de blues por la Europa de los primeros años sesenta; promotor de conciertos; director de producción del Festival de Folk y Jazz de Newport; productor de grabaciones de Pink Floyd, Fairport Convention, Nick Drake, The Incredible String Band y otros artistas; gerente del club UFO, centro neurálgico de la psicodelia y el underground londinense..., son algunas de las actividades en las que se embarcaría Joe Boyd durante aquellos años.
Concebido al modo de una larga conversación en la que se suceden las anécdotas, sorteando con acierto complacencias y nostalgias gracias a la capacidad del narrador para distanciarse de su propio personaje, "Blancas Bicicletas" ofrece un recorrido por algunos de los acontecimientos sociales y artísticos más significativos de la época, como la irrupción de un Dylan electrificado en la cuna del purismo folk, o el precario equilibrio a caballo entre la magia y el caos por el que cabalgó el festival de Woodstock.
Pero tan relevante como conocer los hechos o acercarse a los mitos es el análisis que un actor inquieto y lúcido ofrece acerca de las condiciones, los factores que hicieron posible semejante erupción contracultural a lo largo de una década que, según Boyd, duraría diecisiete años -su calendario establece que los sesenta arrancaron en el verano de 1956 para concluir en octubre de 1973, alcanzando su cénit en julio de 1967-, así como de los motivos que propiciarían su fracaso. Las drogas duras, la violencia, el mercantilismo y la presión policial serían, en su opinión, los cuatro jinetes del apocalipsis que se llevarían por delante el espíritu del verano del 67.
De las drogas dice Boyd que la hierba, el hachís, el ácido y la heroína podían en ocasiones resultar beneficiosas para la música pero es categórico respecto a los efectos de la cocaína en los músicos: "Tan pronto aparecían los polvos blancos lo mejor era acabar la sesión en el estudio de grabación. La música sólo podía ir a peor." Dicha droga sería en parte culpable de que grandes artistas de los sesenta grabaran discos tan malos en la década siguiente. Respecto a la popularización de las drogas, que hasta entonces habían permanecido en los márgenes de la sociedad -uno de los legados de los años sesenta-, Boyd no duda que su consumo masivo es una de las fuerzas que arrastran a nuestra sociedad al caos y a la mediocridad.
La efervescencia social y artística de aquellos años obedecería también a que muchos jóvenes occidentales disponían de abundante tiempo libre y de dinero. Dado el bajo coste de la vida en comparación al momento actual se podía subsistir con trabajos precarios, lo que les permitía dedicarse a viajar, experimentar, componer canciones y replantearse el universo. Hoy hay que trabajar cada vez más horas para mantener un nivel de vida comparativamente peor. Cabe deducir, por tanto, que las hipotecas a las que los jóvenes han de hacer frente en la actualidad (o los préstamos que numerosos estudiantes han de solicitar para costearse los estudios en las prohibitivas universidades norteamericanas) constituyen el mejor antídoto contra cualquier instinto de rebelión juvenil.
El sentido de conexión con el pasado a través del legado musical, especialmente el de los viejos músicos negros de blues rescatados del olvido por jóvenes blancos ávidos de experiencias, sería otro de los ingredientes necesarios para producir la combustión. Algo difícil de imaginar en estos tiempos en que el ingente legado musical conforma un "collage posmoderno", sin principio ni fin, sin orden ni sentido. El reto es ahora gestionar la sobreabundancia con medios cada vez más funcionales para rescatar contenidos huérfanos de contexto, melodías de quita y pon a menudo envueltas en el celofán publicitario.
Aunque hoy resulta difícil de entender, la música era vista como un arma por los optimistas jóvenes de entonces: "Cuando la música cambia de estilo, las murallas de la ciudad tiemblan", decían. Apoyados en ella, en el impulso de cuestionar lo establecido, los jóvenes lograron algunas victorias en cuestiones de derechos humanos, medio ambiente, igualdad entre sexos y razas, la oposición a la guerra, antes de que las autoridades aprendieran a capitalizar su naturaleza autodestructiva. "Hoy día", concluye Boyd, "cuando la música cambia, las murallas de la ciudad se cubren de anuncios corporativos que patrocinan a artistas superficialmente subversivos."