El gran mercado literario, siempre atento a la dirección en que sopla el viento del negocio, obedece a las modas impuestas por el gusto del gran público y desde hace unos años la novela histórica ocupa un puesto de privilegio en el mundillo más casposo de la literatura. Hoy día las novedades relacionadas con la novela histórica llenan las vitrinas de casi todas las librerías de medio mundo y la lista de libros más vendidos en los suplementos literarios de los periódicos nos corrobora que el tema histórico es una línea editorial muy rentable. No son pocos los escritores que no han sido tentados en probar fortuna ante este nuevo fenómeno del libro y menos aún los arribistas de la pluma -incluidos unos cuantos políticos con mucho tiempo que perder y poco que gobernar- que han aprovechado esta situación de la industria editorial para publicar una obra dudosamente literaria. Lo peor de todo es que hay muy poca literatura y mucha falsa historia detrás de estos libros. Y encima se quiere hacer creer al ingenuo lector que tras esas novelas históricas podamos conocer realmente la historia y que ese lector poco precavido se trague estas novelas -normalmente mamotretos- como hechos verosímiles y de gran interés cultural. El síndrome de Don Quijote sigue tan vivo como en los tiempos en que Cervantes ponía en solfa las novelas de caballería.
Detrás de cada novela se dibuja una época, quizás en unas es más visible y en otras menos, en unas es más real y en otras más ficticia. Pero no debemos olvidar que el fin de la creación literaria es la literatura y no el manual de historia. Incluso las novelas que llamamos realistas necesitan de la imaginación para que la literatura alcance su pleno vuelo y ese toque especial que hace que la palabra nos envuelva en una pátina de misterio tan difícil de definir. Aunque un escritor elija una época lejana -o simplemente una época no vivida por él- para recrear la trama de una novela, este escritor siempre será hijo del tiempo en el que vive y mirará al pasado con los ojos de su presente. Me parece imposible hacer creer a un lector que lo que se cuenta en una novela histórica tuvo que suceder tal como nos lo quieren contar, por muchas investigaciones que se hayan hecho sobre un determinado personaje histórico o el periodo que a éste le tocó vivir. El buen escritor, aunque tome un trasfondo histórico de hace mil años para dar armazón a su obra, nunca debe olvidar que la ficción literaria debe primar sobre la propia historia. Dejemos la Historia, con mayúscula, para los historiadores y la Literatura, también con mayúscula, para los escritores que son conscientes del valor oculto de las palabras.
Si realmente existe un gran interés por parte de una infinidad de lectores por novelas que suceden en épocas lejanas, unas con más gloria que otras, las editoriales -como algunas de ellas lo hacen con tanto acierto y con una larga tradición profesional en este campo- deberían reeditar los libros de los grandes clásicos, aquellas novelas de escritores que fueron realmente testigos del tiempo que les tocó vivir. Además de sumergirse en esos mundos que hoy parecen que tanto fascinan y son tema de grandes debates públicos, los lectores podrían disfrutar de la prosa literaria de grandes escritores que han sobrevivido al paso del tiempo. ¡Qué mejor que adentrarse en el siglo XVII a través de la prosa de Francisco de Quevedo! Y eso deberían hacer los hipotéticos lectores del siglo XXV, por poner un ejemplo, en el caso de que tuvieran verdadero interés por la historia que vamos construyendo gota a gota en este principio del siglo XXI. La llama de la prosa de los grandes escritores clásicos no se apaga con el paso de los siglos y su universalidad pervive fuera de las fronteras geográficas y de las propias lenguas a través de las buenas traducciones.
Y es que uno ya empieza a hartarse de escuchar o leer noticias sobre novedades de novelas históricas, de Leonardos da Vincis y Marías Magdalenas, de cruzados y santos griales, de laberínticas catedrales y tumbas secretas, de enigmas absurdos y manuscritos polvorientos, de reyes medievales y príncipes y princesas de diverso pelaje. Y en nuestro país, para colmo de los males y llevados por el papanatismo de los nacionalismos ramplones, tenemos que soportar la eclosión de novelas históricas inspiradas en personajes autóctonos con el objetivo de afianzar una cultura regionalista, por no decir provinciana y cerril, que dé rienda suelta a la política descerebrada de nuestros mandamases. Y lo triste es que muchos escritores localistas han caído en las redes de semejante majadería, quizás porque han visto que ésta es la única forma de ver publicadas sus obras -en la mayoría de los casos con financiación del erario público-, aunque para ello tengan que sacrificar la esencia de la literatura.
Las modas también desvirtúan el mercado literario y siempre la literatura será la que salga perdiendo en esta inútil batalla en la que no debemos entrar de una forma ciega. Pero hay que permanecer siempre alerta ante la banalidad y las imposiciones de los mercaderes del libro, porque muchas obras de buenos escritores pasan desapercibidas mensualmente en esa maraña de novedades imposible de catalogar. Hoy la novela histórica ocupa un lugar de referencia en el ámbito editorial y ahí estará en el candelero de lo novedoso hasta que ese gran público -auténtica veleta inconstante que gira de un lado a otro según sople el viento de lo que se lleva- se canse del chismorreo de la historia novelada y vuelva su interés hacia otra moda cultural que nos depare el incierto futuro. No creo que muchas de esas novelas históricas con las que en la actualidad se nos avasalla en las librerías pasen a la historia literaria. Quizás queden varias, porque imagino que alguna habrá de calidad entre las miles publicadas en los últimos años y, lo que más me temo, de las que aún quedan por salir a la luz. Pero casi todas estas novelas pasarán y quedarán envueltas en el más rancio olvido de las bibliotecas públicas y en el gris currículo de escritores de tercera fila. Y al final seguiremos leyendo literatura y volveremos a esos libros y a esos escritores que siempre apostaron por el hallazgo misterioso de la palabra, porque el síndrome de Don Quijote siempre es tan pasajero como en aquel tiempo en que Cervantes ponía en solfa las novelas de caballería.