Rescato hoy algunos fragmentos de un magnífico artículo de verano de Carlos Marzal. Allá van: "Las vacaciones no son sólo un período de asueto, lejos de las rutinas laborales, ni las ocupaciones a las que nos entregamos durante esas fechas, sino sobre todo una disposición espiritual. Una manera de estar "vacante" nuestro corazón, nuestros sentidos. Una forma de permanecer abierto a los innumerables estímulos de lo real, para que la incesante realidad se apropie de ellos con sorpresa"... "no es infrecuente que el animal urbano languidezca bajo el sol caimán cuando se le priva de sus límites diarios y se le deja a la intemperie con treinta días por delante para convivir con su fantasma. Todas las molicies, todas las voluptuosidades, hay que merecérselas"... " El ocioso creador hace de su indolencia un clima para el pensamiento y una casa para las criaturas que ese pensamiento engendra".
Prestemos atención a las siguientes combinaciones de palabras: Permanecer abierto. Disposición espiritual. Criaturas del pensamiento. Privación de los límites diarios.
Para mí el verano es, antes que playa y chiringuito, antes que una sobredosis de intemperie, un concierto de gritos en la madrugada, de ninfas que corren, y chillan, y se pelean con la noche siguiéndoles los pasos. Para mí el verano es un balcón abierto al sofoco nocturno del planeta recalentado, a las trifulcas de amantes remojadas en mojito y kalimotxo, a las carreras de moto, tacón tronchado, impacto de chapas y bofetón letal. Todas las historias de oído nocturno y veraniego guardan un parecido en lo oscuro, en el pálpito de peligro, en la decisión seguramente entrometida de hacer entrar en juego a la "autoridad". ¿Llamar o no llamar? ¿Escuchar en silencio o intervenir?
Silencio: se vive.
Diez cambios de sábanas más tarde llega agosto y me voy a la casa del bosque, soñando con el crujido de la pinocha y el grito nocturno del autillo, lejos de las Suzukis y las borracheras ajenas vomitadas sobre el ficus del portal. El trueque anual, bien merecido, de la naturaleza por la histeria de la ciudad. Pero los gritos no se apagan, me persiguen, ahora en inglés y en alemán. Son las mismas mujeres, las mismas niñas, las mismas imbéciles adentrándose en el bosque acompañadas por el Lobo, porque el Lobo siempre es el mismo y se llama ingenuidad. Supongo que sus madres - ¡qué descuido!- no les explicaron que cuando uno pisa en lo profundo, en la luna llena y de la mano de la bestia, tiene todas las papeletas para convertirse en el postre de Feroz. Y yo escucho sus gritos, impotente, pegada a los cristales, linterna en mano, con mi cara más cubista y los ojos desorbitados, mientras llamo a la policía y rezo, mientras me acuerdo de Marzal y entono el mantra ponzoñoso de "permanecer abierto a los estímulos de lo real". Demasiado tarde. Los gritos ya han cesado, el lobo se relame y, justo antes de que el primer rayo roce las copas de los árboles, empieza lo peor.