En el último número de esta revista escribí acerca de cómo las mujeres seguimos modas que desprecian nuestro cuerpo, dañan nuestros pies o reducen nuestra imagen a la de meras muñecas plastificadas.
Después de su publicación pensé que había concluido brusca y torpemente diciendo que las mujeres andamos desorientadas porque la gran mayoría caemos en esta red absurda.
He analizado desde otra perspectiva las tres líneas del discurso: el cuerpo, sometido a prendas que en vez de resaltar los atractivos de un físico de mujer bien hecho, lo adelgazan o anulan; los pies, obligados a calzar altísimos tacones de aguja y, por último, la imagen retocada y pulida que me recordaba a los contornos de las figuras femeninas de los video-juegos.
En el primer caso, al hilo del comentario de un modisto que decía el lugar en el que mejor luce un vestido de mujer es en una percha, caí en la cuenta de que muchos diseñadores de moda serán misóginos (esto es, personas que odian a las mujeres o manifiestan aversión hacia ellas) o, en otros casos, envidiosos. Sea una u otra la causa, se emplean con energía en aplastar cualquier signo de sexualidad femenina.
En el segundo caso, quienes nos martirizan los pies serán en mayor o menor medida fetichistas de los tacones de aguja; esto es, su deseo sexual, su excitación, se fijará primordialmente en ese objeto en concreto, resultando que el objeto en sí mismo es lo que les excita, y no la mujer que lo utiliza. ¿Cómo va a importarles, entonces, el daño que sufran los cuerpos que los calzan?
Por último, muchos fotógrafos y publicistas pertenecerán a ese ya no tan nuevo espécimen masculino que prefiere el sexo virtual al real. Hombres que -para sus juegos solitarios- utilizan un buen cuerpo de celuloide de formas imposibles, porque en general no se atreven a tratar de tú a tú a mujeres reales, esas que respiran y hablan.
Y al fin concluyo que en esta sociedad tan loca confundimos lo diferente, lo infrecuente, con lo original. Y acabamos dando categoría de creación a esos gustos particulares, especiales, de algunos de nuestros congéneres, y así facilitamos que -desde ese espacio de poder que es "la moda"- decidan lo que el resto debemos valorar o desear.