El sábado, 27 de enero de este año recién nacido, murió el escritor y ensayista Claudio Guillén. Es posible que su nombre sea sólo conocido en el ámbito universitario, especialmente en las especialidades de literatura comparada y teoría de la literatura, y por esa gran minoría de lectores que sigue los entresijos literarios fuera de los fuegos artificiales en que hoy día han caído el mundo de las letras. Claudio Guillén, hijo del gran poeta del 27, se nos ha ido a la edad de ochenta y dos años, pero como todo gran escritor nos ha dejado un legado escrito que hará que nunca olvidaremos su nombre. Títulos como Entre lo uno y lo diverso (1985), El sol de los desterrados: literatura y exilio (1995) y Múltiples moradas (1998), por citar algunos de sus títulos más significativos, deberían formar parte de la biblioteca de todo buen amante de la literatura.
Recuerdo la primera y la única vez que vi a Claudio Guillén en persona. Fue en septiembre de 1990, en Baeza, en la Universidad de Antonio Machado, en la celebración de un curso dedicado a las vanguardias poéticas. Recuerdo aquel alto señor, un auténtico caballero en el habla y sus modales, disertar con pasión de la poesía con una lucidez que he visto en pocas personas en mi vida. No olvidé nunca aquel consejo que nos dio a los más jóvenes que asistíamos a su clase: la necesidad de aprender lenguas extranjeras para abrir nuestra educación literaria más allá de las fronteras de nuestra propia tradición. Claudio Guillén, como también lo había expresado Octavio Paz, el gran maestro del ensayo literario del siglo XX, se quejaba del poco interés que en nuestro país había por el aprendizaje de lenguas extranjeras más allá de las lenguas más internacionales como el inglés y el francés. Por supuesto eso lo dijo en 1990, cuando apenas llevábamos quince años libres de una dictadura que nos había cerrado al mundo casi cuarenta años, y desde entonces la situación ha cambiado considerablemente en este sentido. Pero desde aquel día que escuché a Claudio Guillén en Baeza, supe que tenía que hacer el esfuerzo de abrir mi bagaje cultural a otras tradiciones literarias. Siete años después llegué a China en busca de ese propósito.
De todos los libros de Claudio Guillén hay uno al que a menudo vuelvo y que siempre me produce el mismo placer intelectual que la primera vez que lo leí. Me refiero al exquisito libro El sol de los desterrados: Literatura y exilio, publicado en 1995, y que recomiendo a todos los lectores que aún no sepan de este título. En El sol de los desterrados, hace un exhaustivo análisis de la influencia de la condición del exiliado en numerosos autores de la literatura universal. Valiéndose de una metáfora solar sugerida de Plutarco, Guillén valora desde distintas perspectivas la condición del exilio en el escritor. La primera de ellas, con una mirada positiva: "Conforme unos hombres y mujeres desterrados y desarraigados contemplan el sol y las estrellas, aprenden a compartir con otros, o a empezar a compartir, un proceso común y un impulso solidario de alcance siempre más amplio -filosófico, o religioso, o político, o poético." La segunda, desde un punto de vista negativo, de ruptura y fragmentación de la persona, en la que se denuncia una pérdida y el escritor se desangra ante el nuevo estatus en el que vive.
Con la muerte de Claudio Guillén perdemos a un gran ensayista, un humanista que se alzó por las fronteras de las lenguas y las tradiciones literarias como el vuelo de un cóndor sobre la altiplanicie de las palabras. Por suerte, aún nos quedan sus libros en los anaqueles de nuestras bibliotecas para alzar el vuelo en ese misterioso universo que llamamos literatura.