Quien se atrevería a acusar de error
e injusticia a los jueces que mediante
fuego y espada actúan contra la
peste de la brujería. ¡Exterminen esta
peste con fuego y espada!
Padre Drexel, sacerdote, 1637
Creo que todas nos estremecimos viendo la escena del gueto de leprosos en Ben-Hur. Al menos, en la película, la confianza en el redentor les redimió. Durante los siglos que han pasado, las cosas no han mejorado mucho para determinados apestados. El miedo al contagio logra crear en la sociedad una barrera infranqueable. Misteriosamente, y a pesar de las campañas contra la discriminación, no he coincidido jamás tomando una copa, trabajando, o en la cola de la Seguridad Social, con una leprosa. Las cosas no variaron mucho en occidente a pesar de las -inicialmente- revolucionarias ideas cristianas. En general, la enfermedad -o al menos sus signos visibles- mutaron en impronta diabólica y se dio un importante paso adelante: a lo patógeno, se le unió la conducta. Los judíos tomaron lo peor de los hindúes -su sistema de impenetrabilidad de castas, o j_ti- (Léase el Rigveda), e impusieron sus reglas vitales, creando un nuevo género de apestados, copiado y mejorado por las posteriores religiones monoteístas,: quien no vivía acorde a la interpretación de los diferentes evangelios -llámeles Torá (Léase el Pentateuco), Biblia (Léase Melmoth el errabundo), o Corán (Véase Osama)- era rápidamente arrojado fuera del rebaño por parte de la jerarquía religiosa, con la consiguiente lapidación, hoguera, o más sádicos procedimientos, aún vigentes en gran parte del mundo. El pánico al castigo mantenía a buen recaudo al nuevo grupo de apestados. La era industrial y el posterior ¿estado del bienestar? del primer mundo ha logrado desterrar a Dios a las catacumbas de las iglesias. La propaganda política, centrada en las loas al moderno orden laico, hace hincapié de forma obsesiva en la desaparición de los apestados, especialmente los motivados por la religión. Pero es sólo eso: propaganda. El miedo y la amenaza es un arma demasiado poderosa como para ser desaprovechada. Los políticos, actuando con la misma veleidad a la que nos tienen resignados con sus programas e idearios, van generando nuevos apestados y terrores que les fortalezcan en el poder. Su disculpa es irónicamente similar a la religiosa. En ésta, era el velar por nuestra alma eterna. En la política, velar por nuestra salud terrena. En cada país son distintas, aunque poco a poco, la tan traída globalización, tiende a uniformarlos. Primero se lanzan a por el dinero. La disculpa: proveer a todos los ciudadanos con unos medios de subsistencia mínimos garantizados y un mejor nivel de vida. La amenaza: la cárcel. En esta guerra encuentran basta resistencia, pues hoy en día -como decía el chiste-, todos tenemos bicicleta. Además, ¿qué pasará cuando el sistema de pensiones acabe quebrando por el envejecimiento paulatino de los ciudadanos? Posteriormente, todos comienzan a apestar a diestro y siniestro, atacando por aquí y por allí, siempre buscando la disculpa de la defensa de los no apestados. El alcohol. Disculpa: los muertos provocados presuntamente por el consumo y sus perniciosos efectos: muertes en carretera y cirrosis. Amenaza: la cárcel y la muerte. Esta última, al ser personal, tampoco consigue sus propósitos. Máxime cuando por otro lado nos defienden públicamente la eutanasia. ¿Qué credibilidad tiene un argumento cuando lo único que se trata de imponer es que unos suicidios son correctos y otros no y cuando los estados se lucran de los impuestos que se les cargan a los alcoholes? Hay cientos de casos de nuevas pestes. En todos ellos abundan las incongruencias entre lo que el Estado dice y hace. Ahora estamos en plena cruzada contra el tabaco. Disculpa: los efectos nocivos sobre los no fumadores y los costes médicos. Amenaza: momentáneamente económicos, aunque tanto en este caso como en el del alcohol, los cánceres generados por dichos consumos producen en la sanidad pública un poco disimulado tratamiento de segunda y relegación a tercer plano en las listas de trasplantes. Si les dejamos, acabarán llegando al tiro en la nuca a fin de que comprendamos de una vez por todas que lo adecuado es dejar que el gobierno de turno decida por nosotros. Como siempre, la credibilidad del Estado es nula. Mientras tiene el monopolio de la explotación de las labores del tabaco... silencio. Al privatizarlo, se les despierta la preocupación por nuestros pulmones, pero no por la emisión brutal de toxinas de las empresas químicas y petroleras, ni de los vehículos (¿Alguna vez habéis sufrido la intoxicante espera en verano yendo en moto tras un autobús público?), ni por los componentes cancerígenos de aerosoles y alimentos, sino sólo por los cigarrillos. Eso sí, permitiendo su venta y lucrándose con los impuestos especiales que les aplican y que, para un fumador medio, suponen 33.000 Euros a lo largo de su vida. Sí. Soy una apestada. Fumo, bebo, voto lo que no debo, hago trampas en los impuestos -si alguna vez puedo-, leo y escribo contra lo "correcto" y no voy a las manifestaciones masivas. ¡Y no pienso tener sexo con condón aunque me multen! Disimulo mi circunstancia bajo este equívoco alias esperando el día que me encarcelen o me ajusticien por luchar contra la "soma" huxleyana que me inoculan por el televisor. A veces, en mi apestada condición, me siento en la playa mirando el mar, las nubes y las aves, disfrutando de esos instantes, antes de que el Estado decida que esa contemplación genera pensamientos y que éstos son la peste más execrable.