El presente se nos escapa y desaparece como el agua entre los dedos. Nunca se aprende a vivir, nunca encontramos esa línea que separa lo importante de lo superfluo, no está a la vista, no existe. Las palabras ven y hablan de nosotros en el lenguaje del que las lee como las imágenes lo hacen en la impresión visual de aquél que las mira. Cada instantánea condensa un pudo ser y un olvido. Por eso las palabras parten de la arbitraria consideración de que, sea cual sea el enfoque elegido para apretar el obturador que fije la fotografía del agua, su transparencia ejerce de espejo. Un espejo fácilmente resquebrajable como todos los espejos; simple cristal azogado con trozos de memoria e imaginación que reflejan en la metáfora del agua la constancia de lo que somos: frágiles seres hechos de tiempo y fugacidad.
Da igual que el valle se llame Valdegobia o Fergana, da igual que sea apacible o abrupto; el valle lo talla el agua y el hombre talla las piedras que lo hacen habitable. Cada uno a su manera no hace otra cosa que emplear su energía en esculpir el transcurrir. Ella vaciando lo que se ha perdido, arrastrándolo hacia las profundidades del océano, hacia esas capas abisales donde es posible detectar el matiz del azul. Nosotros recordándolo, dando una vuelta más al reloj de arena que recogemos de playas y meandros, donde varan las voces de los náufragos... Lo que fuimos, lo que soñamos, lo que escriben en los sonidos de las caracolas las mareas.
Nuestra primera amistad, por tanto, es para la piedra. Su aparente solidez contiene nuestro deseo de permanencia, esa nostalgia de la memoria que llamamos eternidad. Con ella edificamos el refugio hogareño en el que ponemos a salvo nuestros recuerdos, esos que, aun haciéndonos vulnerables, garantizan que nuestra existencia no sea ilusoria. Con ella edificamos el puente que permite hacerse la ilusión de que caminamos sobre la corriente de agua. Ningún puente a pesar de su belleza precede al río, pero todos, como el recuerdo, parecen eternos en su apariencia, velando a sus caminantes aunque los pies no estén.
Nuestros nombres están hechos de agua, no es necesario zambullirse para sentir nuestra pertenencia a la humedad. Reconocernos nos obliga a contemplar. Este es un verbo antiguo, exige lentitud y distancia; actitudes que no permite la prisa y la angustiosa persecución del éxtasis que impone la vida moderna.
Con todo, no hay nadie que no posea al menos un recuerdo placentero cuya imagen no tenga que ver con la contemplación del agua. Da lo mismo que sea una ensimismada línea de horizonte marino, el caer del caño de una fuente, la formación de un simple charco o la silbante cortina de un aguacero. Quizás esto sea porque, como sugería Heráclito, una simple gota de agua tiene el maravilloso poder de evocar la sencillez del devenir y los sonidos de lo remoto, o porque contiene cierta añoranza de nuestro origen.
Dicen que el agua no admite caminos de regreso y que por eso es inodora e insípida. Pero el salmón y la anguila vuelven a desovar a la misma fuente; su odisea nos permite abrigar una esperanza. El nadador no viaja, bracea y juega con el agua. Ni la calma ni la tempestad tienen que ver con la piedad o la crueldad del océano.
Puede que la felicidad solamente sea una emoción pasajera, una imagen que apenas se alcanza por un instante con las puntas de los dedos: Un niño, con la toalla bajo el brazo, se dirige a bañarse en el remanso. Es un día de verano. Sin embargo, llueve. La hierba huele a lluvia y su aroma se dibuja en un tímido arco iris a lo lejos...
Los interrogantes continúan y sigue sin desvelarse el misterio de la transparencia del agua. No parece relevante que Lavoisier la definiese como un compuesto de hidrógeno y oxígeno. Sólo sabemos que ella fue mucho antes que la sed.