Hubo un tiempo en el que el cine no era sino una multitudinaria forma de entretenimiento y aun para muchos vulgar, en la que volcábamos nuestros sueños más secretos al amparo de la alevosa oscuridad de una sala y de la pretendida inocencia que se deriva de la inactividad. Soñábamos, sin más, dejándonos atrapar por la catarsis que desde una pantalla de doce metros (qué tiempos aquellos) nos inundaba el corazón y los lacrimales.
Se ha demostrado científicamente, por que hoy todo se demuestra "científicamente" y sería un craso error creer en algo no demostrado bajo el sacro santo parámetro de la madre ciencia, que tendemos a creer que cualquier tiempo pasado fue mejor. Básicamente, porque dicha falacia nos libera de tener que ser héroes de un presente al que definimos de antemano como una batalla ajena y perdida. Pero, una cosa es cierta, antaño, es decir, hace cuatro días, nos gustaba soñar. Por más que supiéramos que detrás de Gilda se escondía una señora más conocida por Rita Hayworth, nosotros nos enamorábamos de Gilda y acariciábamos su dulce y sensual melena mientras nos sentíamos atrapados en una de las más intensas historias de amor y pasión que nos hicieran creer desde una pantalla.
Ahora no. Ahora, hijos de un inalcanzable positivismo en extremo, no vamos al cine con el infantil y sano espíritu de disfrutar de un estimulante tiempo en el que dejarnos llevar por nuestros propios sueños. Ahora, vamos al cine a establecer controles de calidad sobre los efectos especiales, el casting de actores, la fotografía y la dirección de un trabajo sobre el que ya hemos visto el making off tres veces antes de ver el estreno de la película. Eso, por no hablar del juicio sumarísimo sobre un guión que, ya se sabe, nunca es lo suficientemente bueno, especialmente si la crítica la realiza uno de aquellos famosos "apocalípticos" que hace ya décadas y décadas describía Humberto Eco en su conocido "Apolípticos e integrados". Más de uno se estará preguntando quienes serán esos. Pues esa es la cuestión, el desconocimiento supino de lo más elemental.
Conozco una barbaridad de expertos en medicina; licenciados ya no conozco tantos. O en cubismo, es impresionante la cantidad de gente que es capaz de diseccionar a Picasso sin tener la menor idea de cómo se escribe la palabra "cubismo". Al cine le ocurre lo mismo. Todo el mundo resulta ser una especie de enciclopedia andante cuando se trata de acomodarse en una butaca de terciopelo rojo. El público en general, (que jamás en su vida piso un plato ni tiene la más remota idea de la cantidad de ingente trabajo cualificado que se esconde detrás de una pantalla), tiende a confundir el "me gusta" con el "esto es bueno". Pero lo que a mí me llama la atención y me resulta digno de estudio es esa terrible necesidad de que "si a mi me gusta la película tiene que quedar claro que me gusta porque es una buena película. No vaya a ser que alguien se confunda y me tome por un desconocedor de la materia." Como si ir al cine implicase unas opositar.
Estamos todos neuróticos. El drama de la neurosis es que nos provoca un miedo enfermizo a sentir, a dejarnos llevar a revolotear en nuestros propios sentimientos sin necesidad de justificarlos o explicarlos. Vivir es una experiencia y los cuentos, todos los cuentos y las mil formas de contar que existen no son nada sin ojos grandes y atentos que escuchan emocionados y activos aquello que queremos compartir. Si Romeo y Julieta levantaran la cabeza volverían a suicidarse incapaces de adaptarse a un mundo al que le preocupa más el rigor histórico del vestuario que las pasiones que se desatan entre los personajes.
Si fuera verdad, si en el peor de los casos fuera verdad eso de que todos sabemos una montaña de cosas sobre la estructura profunda de la construcción fría y racional de una historia del tipo que sea, estaríamos ante un preocupante síntoma de muerte por intelectualidad.
Podríamos, sin ninguna dificultad, sacar a la luz toneladas de trapos sucios de un público que confunde la fotografía con los planos de cámara, el invisible pero eficaz subtexto con la traición, la dirección artística con la dirección de actores y el guión literario con una supuesta obligación de seudofilosofía con la que, parece ser, los guionistas, ajenos por completo al mercado cinematográfico, deberíamos estar dando clases o preparando no sé qué revolución con la que salvar el mundo. Pero no es esa la cuestión.
Permítanme elevar una tímida voz de reivindicación sobre Romero y Julieta. No quiero a los románticos atolondrados cuyo único motivo en la vida consistía en encontrar algún motivo por el que quitarse la vida. No. Hablo de ser capaces de disfrutar sin más, de volvernos a enamorar cuando la chica cae "inesperadamente" en los brazos de él, quien, casualmente, tiene sus labios tan cerca que no besarla sería un delito injustificado y cruel. Hablo de un tiempo en el que nos ha tocado vivir una sospechosa incapacidad para soñar como si los sueños estuvieran hechos de alguna materia subversiva y peligrosa ante la que es mejor huir, mediante el triste ardid de la explicación a moda de autopsia. "Que yo sé que ese beso es mentira. Culpa del director que no sabe elegir los planos".
"Quien no tenga sueños, que se prepare para tener dueños." Porque, al final, por más apocalípticos y enterados que prefieran la publicidad del making off a la película sin más, lo cierto es que los sueños, los grandes sueños son los que al final siguen llenando salas. Que nunca como en esta época hicieron tanta falta las grandes historias y los cuentos de hadas.