Cada verdad, cada mentira
Morirán en un amor injuzgable
Dylan Thomas, Este lado de la verdad
La ciencia, que comenzó el pasado siglo siendo la única diosa de la verdad y que había prometido salvarnos para siempre de los mitos, lejos de sacralizar la certeza, abrió la puerta a las teorías de la relatividad y a los procesos de incertidumbre. Tras décadas de creer a pies juntillas en la ley de la gravedad y en que la distancia más corta entre dos puntos era la línea recta, regresábamos a la "magia", extendiendo la amplitud de lo incomprensible también a la condición humana. El relativismo agujereó los recios principios de la modernidad, para dar paso a una posmodernidad en la que todo se pone en cuestión y la "verdad", simplemente, no existe. O lo que es lo mismo, las verdades son infinitas y dependen del punto de vista. Vivimos en un mundo de preguntas sin respuesta. Un mundo en el que lo "ilusorio" tiene más crédito que lo "verdadero".
Pero si "Todo es relativo", también lo es su propia máxima, porque relativo no quiere decir que absolutamente todo es incierto sino que las cosas cambian y ellas, como los criterios, están sujetas a condición. Dicho de otro modo, en una partida de ajedrez un peón es infinitamente menos valioso que una reina salvo en el caso de que el peón consiga poner el pie sobre un escaque de la octava línea del tablero; o como dice el polaco Stanislaw Lem, en la autobiografía de sus años de infancia y juventud: "Si los críos de cuatro años de edad tuvieran la misma fuerza que sus padres, el mundo sería un lugar diferente".
Ahora sabemos que estaban en lo cierto los que a principios del siglo pasado proclamaban que el mundo puede ser un lugar diferente, -el nuestro, si resucitaran, les resultaría irreconocible a nuestros bisabuelos-, pero sin embargo sigue quedando por comprobar si además de diferente puede ser un lugar mejor.
Digo esto porque la bondad del mundo también está sometida a condición, y no a cualquiera sino a la condición humana. Y si a algo ha contribuido la catástrofe de las utopías que engendró el siglo XX es a generar dudas sobre la soberbia de nuestra voluntad y a que por ahora resulta mucho más increíble la fábula de la existencia del paraíso que la fábula de la manzana y la serpiente. Y eso es aplicable tanto al edén primigenio como a la promesa de todos los venideros. No hay paraísos sin condiciones humanas que impidan la corrupción de la inocencia; y si como género humano seguimos intentado convertirnos en dioses con algunos progresos científicos, -aunque con muchos más fracasos que aciertos-, en la emulación con el diablo nuestro éxito ha sido pleno. Ni siquiera los rectores de los infiernos podrían superarnos en una construcción tan terrible como la de los crematorios de Auschwitz.
Pero quizás con todo lo descalificador que resultó para la condición humana aquel horror, si la inocencia fuera incorruptible, aun a pesar de la inmensidad del sufrimiento, ella mantendría viva la llama de la esperanza, ella sería la prueba de que existe un antídoto indestructible contra los venenos de los verdugos. La esperanza depende, aunque suene terrible, de los guardianes de la tristeza, esos sufrientes de males infligidos por otros que a pesar del dolor son capaces de desechar la venganza y blandir únicamente el arma de su inocencia.
Pero la inocencia también está sujeta a condición, a una maleable condición humana que corrompe la inocencia y, demasiado a menudo, trasforma a la víctima de ayer en el verdugo de mañana. Así hace un par de semanas la Corte Suprema del Estado de Israel -el controvertido refugio de muchos de los que padecieron sobre sus carnes los infiernos de Chelmo, Sobidor, Treblinka, Majdanek o Auschwitz- daba carta de "legalidad" al asesinato de estado y a la matanza selectiva de militantes palestinos, independientemente de que en el momento que se abra fuego contra ellos estos no estén efectuando ninguna acción criminal contra Israel, independientemente de que en estas acciones de criminales asesinatos preventivos las muertes de civiles sean escandalosamente cuantiosas.
Regresando al principio en busca del hilo con el que poner el punto final a este artículo, aplicando como es debido la teoría de la relatividad, los titulares de los periódicos en los que se recoge la noticia de que la Corte Suprema de Israel ha dado carta de "legalidad" al asesinato de Estado, deberían sustituir ese enunciado por otro que dijera que dicha Corte no ha dado ninguna carta de legalidad, lo que ha hecho es sencillamente colocarse a sí misma fuera de la ley.
Las viejas respuestas sobre la condición humana resultaron ilusorias, no sirven. Las preguntas permanecen, aguardan... Quizás haya más suerte algún año nuevo. Mientras tanto seguimos buscando guardianes para la esperanza en un mundo en el que los paraísos parecen imposibles.