LUKE nº 91

a a a

Opinión

Palabras en el alféizar.

Cuento de Navidad

Javier Martín Ríos

Tela de Araña

Cuando llega diciembre la ciudad se aquieta por el frío y el espíritu de los hombres se relaja después de todo un año de duro trabajo e infinidad de expectativas proyectadas sobre el futuro. Si el otoño es el tiempo de la melancolía y la tenue tristeza, el invierno es el tiempo de la quietud. Sobre todo al inicio del invierno, con la llegada de diciembre y las primeras luces de Navidad alumbrando con sus múltiples y variopintos destellos las calles de la ciudad. Desde antiguo sabemos que el ciclo de la naturaleza ha marcado con los cambios de las estaciones la forma de los seres humanos de estar en este mundo y el invierno, en todas las culturas, ha sido un tiempo reservado para el descanso y la reunión familiar. En Occidente tenemos la Navidad como paréntesis de cierre y apertura de un ciclo a otro, y en los países del Extremo Oriente, por ejemplo, de tradición budista, el puente lo marca la Fiesta del Año Nuevo, según el calendario lunar, entre los meses de enero y febrero de cada año. Cada cultura ha moldeado sus costumbres y sus tradiciones conforme al paulatino caminar de la naturaleza y el invierno siempre ha sido en casi todos los lugares del mundo ese tiempo de la quietud y de invitación de estar más días en casa, en familia o en soledad.

Todos los días del año son buenos para la lectura, pero el invierno es un tiempo proclive para los libros. A mi memoria me vienen los días de la infancia, el frío del invierno y el placer de leer aquellos libros de aventuras que devoraba con el mayor de los entusiasmos y que me hacían volar despierto por tierras lejanas de medio mundo. Entonces vivía en un pequeño y hermoso pueblo de Las Alpujarras, Ugíjar, situado en una pequeña depresión al pie de las montañas de Sierra Nevada, donde crecí y en el que tengo mis raíces familiares. En la casa de mi pueblo, como en muchas casas de pueblo, teníamos una chimenea en el salón, que siempre se encendía cada tarde hasta bien entrada la noche. Durante las fiestas de Navidad la chimenea ardía prácticamente durante todo el día y me sentaba junto al fuego buscando esa placidez que la llama de un fuego lento regala al cuerpo y, del mismo modo, al espíritu. Recuerdo que las horas pasaban muertas en aquel salón alumbrado y caldeado por la chimenea, cuando afuera las ramas desnudas de los árboles tiritaban por el frío y las lenguas de un gélido viento que bajaba de las montañas nevadas. Aquellos días de Navidad eran hogareños -hogar, palabra hoy tan en desuso- y los recuerdo como tiempos felices de esa edad dorada de la infancia, de la que hablara Novalis y, por estas latitudes, el gran Juan Ramón Jiménez. Como apenas se podía salir a la calle para jugar con los amigos, dedicaba buena parte del día a la lectura de mis libros preferidos, en aquella época, por supuesto, las novelas de aventuras. Al lado de aquella chimenea viajé por medio mundo de la mano de Julio Verne, Emilio Salgari o Robert Louis Stevenson, en aquella colección inolvidable de tapas de oro de la editorial Bruguera. A veces quedaba sumido en el sueño, en esa placidez en los que se envuelven los cuerpos en invierno cuando hay un fuego amigo calentando a tu lado y esas aventuras de los libros, que quedaban rendidos en mi regazo, proseguían proyectadas en la inmensidad de los sueños. De pronto era un personaje más de esos libros de aventuras que contenían numerosas y bellas ilustraciones. Un día estaba en África, otro día estaba en América, otro en Asia y así, sucesivamente, según los lugares por donde los libros iban llevando mi imaginación con sus alas invisibles sobre los anchos mares de todos los continentes. Si en la infancia se proyecta lo que un niño será de mayor, aquellos libros me abrieron un camino que con el paso del tiempo iba a estar poblado de palabras, como éstas que ahora escribo, en el alféizar vacío de Internet, cuando aquel niño que soñaba con recorrer lejanas tierras en un pequeño pueblo de Las Alpujarras ya ha visto con sus propios ojos muchos lugares del mundo.

Ahora el lector que escribe estas palabras apenas lee libros de aventuras -los ha sustituido por los libros de viaje-, aunque de tanto en tanto la nostalgia de los tiempos de la niñez aflora de improviso y saca del estante alguno de aquellos libros que de niño tanto le fascinaron. Pero la inocencia de aquellos días ya han quedado atrás y leo los libros con la mirada de un hombre que es consciente de que la vida sigue su lento fluir hacia el futuro y que el pasado sólo se puede recordar como una niebla cada vez más espesa en el horizonte, donde, a veces, el sueño y la realidad se confunden con extrañas imágenes y difusos sonidos.

Pronto llegará la Navidad y las ciudad comenzará a vestirse con esas hermosas luces que nos avisan de que el año está a punto de cerrar un ciclo y empezar otro con nuevas ilusiones y esperanzas. Estamos en invierno y el frío invita a la quietud y dejar pasar las horas muertas en familia o en soledad. Quizás este año volveré a esa casa que aún conservamos en mi pueblo de Las Alpujarras y encenderé de nuevo esa chimenea que tantos ratos apacibles me dieron en la niñez. Y llevaré conmigo algunos libros que me hagan compañía en esos días de descanso y de recogimiento, y es posible que de nuevo pueda sentir la misma calma que cuando era un niño que soñaba con recorrer el mundo experimentando increíbles aventuras. Será como un cuento de Navidad, con una chimenea al fondo alumbrando y caldeando el salón con un fuego lento. Pero este cuento será real, no sacado de la fantasía, ni de los libros viejos, ni de esas películas en blanco y negro con escenarios llenos de nieve, y afuera, como siempre, las ramas desnudas de los árboles temblarán por el frío y el viento gélido que sopla desde las montañas.