No hace mucho, una persona me preguntó por qué leía. Debo reconocer que la pregunta me encontró con la guardia baja. Se trata de una pregunta extraña, ligeramente agresiva. Lo normal es que te pregunten acerca de los motivos por los que escribes. Se trata de la eterna y cansina pregunta. De hecho, tengo pensadas varias respuestas, todas falsas, según el interlocutor y mi estado de ánimo. Pero jamás me había planteado por qué leo. Por eso me quedé sin saber qué decir, por otro lado, algo bastante habitual en mí. Pero aquella persona seguía esperando, escrutadora. Entonces tuve un momento de inspiración, o eso creí. "Porque una vez lo hice y ya no pude parar". Para bien o para mal, esto fue lo que dije. Ya en casa, medité mi respuesta. No se me ocurrió nada mejor (apenas dediqué a la cuestión unos pocos minutos), así que di por zanjado el asunto. Este no poder parar tiene mucho que ver con el verano de mis 15, con el primer insomnio que recuerdo a causa de la literatura. Fue una noche de tormenta y fantasmas en un lugar llamado Macondo (lo sé, soy poco original). Más tarde visitaría Comala, esa antesala del Infierno o el Infierno mismo, y el Brooklyn irreal, envuelto en bruma, del improvisado detective Quinn. Ya no había vuelta atrás. Quise ser feo como Bukowski, tremendo como Burroughs y abismal como Cioran. Graham Greene me acercó más al cristianismo que cualquier clase de religión. En el bar de una gasolinera me pregunté, frente a un café que se enfriaba, de qué hablamos cuando hablamos de amor (está de más decir que no obtuve respuesta satisfactoria, que en realidad no la buscaba). Me enamoré del personaje de ficción que es Vila-Matas, pero no vayamos tan rápido. Antes estuvieron muchos otros. Esta enumeración nunca podrá ser exhaustiva. Llegan los nombres desordenadamente, como las olas o el amor. Un extraterrestre exquisito llamado Borges, un tal Lucas llamado Cortázar, el encamado Onetti, vecino de Santa María, adicto a las miserias y a los abismos del alma humana. La erótica elegante de Gil de Biedma o de Kavafis. Los destinos fatales de Justine, Balthazar y Nessin, de la mano de Durrell. El río enigmático de Conrad, esa línea difusa entre el bien y el mal, entre la civilización y la barbarie a que conducía. Esa novela total que es "El mago", de John Fowles, o esa otra peligrosa -a la edad de 18 años- titulada "Menos que cero", de B. E. Ellis. Y la cosa seguía. Aprendí a correr junto a Conejo Amstrong. Visité el Purgatorio en compañía de Céline. Brindé con mezcal a la mala salud de Lowry. Marguerite Duras me enseñó qué responder cuando te preguntan por qué escribes. Viví en la posguerra de Estellés. También pasé por mi etapa Kundera, y por el binomio Panero (siempre preferiré a Juan Luis por poemas como "Used words", "Pierre Drieu la Rochelle divaga" o "A la mañana siguiente Cesare Pavese no pidió el desayuno", poemas sublimes, desgarrados). Quise ser un detective salvaje, pero me faltó talento y me sobró cobardía. Habité la velocidad de las cosas en el platillo volante de Fresán. Pero antes Jack London, Joseph Roth, el niño terrible que fue Cocteau... Y me dejo tantos nombres (Kafka, Becket, Miller, Murakami...). Toda lista es una forma de injusticia, un canto al olvido inevitable, destino necesario para todos nosotros. En fin, supongo que leo porque me sabe a poco solamente una vida.