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El artista empuñando un pincel chino (noviembre de 2006)
Esto no es la reseña de una exposición. Tampoco quiere ser un obituario al uso, ni uno de esos ejercicios de autocomplacencia en que frecuentemente caemos con motivo de una defunción; posiblemente, lo único que no sobra de lo que aquí se cuenta es que hoy nos falta quien fue uno de los mayores artistas de nuestro tiempo, Juan José Molina (Barranquilla, 1962-Viena, 2007), y quien necesita ir más allá de la línea en que anunciamos su ausencia es, con seguridad, única o principalmente quien escribe. Molina acometió en su obra el difícil engarce entre la realidad y el mundo interior. La naturaleza, entendida como un fluir armónico y perfecto, contrasta así con la trayectoria del ser individual, cuya inserción en ese flujo universal es de condición problemática. Los personajes de Molina están más determinados por sus respectivas actitudes que por su misma materialidad; lo gestual y el juego de las miradas dominan sobre lo estructural. Todo en ellos indica interrogación, incomunicación, desconexión entre la voluntad y el acto. Los personajes componen en la obra de Molina un teatro en el que los papeles se reparten en un juego frustrante, hueramente dinámico, pleno de líneas de tensión y fuerza que se entrecruzan como balas perdidas. El equilibrio compositivo de este drama imaginario suele traspasar los mismos límites del cuadro y alcanzar al espectador. Perros heridos y presencias fantasmales aportan una representación escueta y directa del vacío vital. La relación de J. J. Molina con Palma no se limitó a su exposición Poc a poc (Galería Vanrell, abril de 2004). Hace poco más de un año visitaba esta ciudad, tanteaba la posibilidad de una nueva exposición, consideraba incluso mudarse a la isla. Acto seguido viajaba a Austria para preparar su actual exposición, y poco después recibía, feliz, su pincel gigante para escribir con agua haikus sobre las piedras de los ríos... Vital, siempre tocado por la inclemente daga de la sensibilidad, Molina era de esos hombres que se instalan en la sutil pero abrumadora encrucijada de la voluntad de ser y la conciencia del no ser. De ahí su lucidez; de ahí que hoy sintamos su marcha como la de alguien muy próximo. Hasta siempre, hermano.