La película Código 46, de Michael Winterbottom, dibuja un futuro no muy lejano en el que la fecundación artificial generalizada hace que mucha gente tenga el mismo código genético. La ley prohíbe que dos personas con el mismo código procreen. Por esa razón, cuando los dos protagonistas, fatídicamente, se enamoran, la policía le inyecta a la chica una sustancia "anti-él", que la hace alérgica a su enamorado. En cuanto el tipo se le acerca, ella tiene espasmos y dolores horribles. Entonces ella le pide que la ate a la cama, porque está tan enamorada y es tan orgullosa que quiere estar con él a cualquier precio. Así que él la ata y hacen el amor, y al principio la chica grita de dolor, pero poco a poco los gemidos de dolor se van confundiendo con los de placer y el espectador ya no sabe muy bien qué le pasa a la chica. Y entonces uno piensa: oye, ¿no es esto lo que ocurre siempre, en realidad, con el amor? ¿No es este dolor y placer al mismo tiempo, esta hiriente contradicción, lo que define a las más auténticas relaciones de pareja de nuestro tiempo y de todos los tiempos? ¿No es esto lo que Lorca quería decir en Bodas de Sangre cuando escribió: «¡Te quiero! ¡Aparta!»?
Eso distingue la buena ciencia ficción de la mala: la capacidad de darte armas para pensarte a ti mismo y a tu mundo desde fuera de ti mismo y de tu mundo. Cormac McCarthy lo hace, como Winterbottom. Sólo que mejor.
Cuando La carretera empieza, el mundo ya no existe: los animales se han extinguido. Solo hay frío, ceniza, una luz muy tenue y muy breve, casas abandonadas a los lados de la carretera y algunas personas con las que los dos protagonistas, un padre y su hijo pequeño, no quieren encontrarse para que no los maten y se los coman. Porque en estas condiciones tan difíciles para la vida ha resurgido el canibalismo. También está todo plagado de cadáveres que no se pudren, sino que parecen irse momificando. La madre del chico y mujer del hombre se quitó la vida cuando vio el percal. El texto es la filmación del espectáculo de las cosas cesando de ser. Es un Macondo inverso; si en Macondo una etiqueta escrita acompañaba a cada objeto para inaugurarlo, aquí las palabras se borran hasta no distinguirse. Se clausura en lugar de inaugurar. La ceniza que lo envuelve todo es, en realidad, un correlato paisajístico del olvido.
El texto de McCarthy no es sólo un certero aviso ecologista. También nos habla de nuestro pasado y nuestro presente. Por ejemplo, del holocausto. Durante muchas páginas uno tiene la sensación de que los personajes pasan por experiencias que uno ya ha leído antes en otros personajes, en otras novelas y películas, pero lo que más impacta es darse cuenta, finalmente, de que los «personajes» son personas, y que la historia fue real, la de los campos de concentración. Ratificas tu sensación cuando McCarthy usa explícitamente la palabra deathcamp. En un momento de la novela, el padre se dice a sí mismo: You will not face the truth (No encararás la verdad). Lo dice en el estilo de los diez mandamientos, en futuro imperfecto, como «no matarás» o «no desearás a la mujer del prójimo», de manera que no sabemos si está enunciando su propia debilidad (no tendrás fuerzas, al final, de encarar la verdad) o si es una especie de orden divina, una sentencia sagrada. Porque este es uno de los temas clave, si no el más importante, de la novela: cómo encarar -o no- la verdad. Por eso recuerda a los prisioneros de un campo de concentración nazi, y quien dice campo nazi dice gulag ruso o Guantánamo yanqui. Sobrevivir a la verdad insoportable. Ese tema no es el de una horrible distopía futura, sino el tema de toda la Historia de la humanidad. La ética y el mal. Lo curioso es que, en el futuro que se dibuja aquí, el campo de concentración no es un adentro, sino un afuera. El mundo mismo es el campo. No es un interior, sino la imposibilidad de un interior. El psiquiatra Victor Frankl, sobreviviente judío de los campos, escribió sobre ello en su obra El hombre en busca de sentido, y creó la Logoterapia basándose en sus propias experiencias. Frankl concluye que incluso en un ámbito en el que nada parece ya tener sentido, ciertas personas tienen posibilidades de sobrevivir: las que luchan por encontrar un sentido interior y lo encuentran. La actitud del padre y del hijo en La carretera es un ejemplo tierno y desgarrador de ello, a la altura del de un Maksymilian Kolbe o una Anna Frank, salvo que estos no eran personajes de ficción ni, por desgracia, pudieron sobrevivir a pesar de encontrar un sentido interior. Resulta increíble cómo la ficción y la realidad se retroalimentan: la historia de Anna Frank es una de las "novelas" más leídas que existen. McCarthy es una maestro de lo circular: el padre le dice al hijo que tienen que "transportar el fuego", de la misma manera que en la película de Jean Jacques Annaud En busca del fuego lo llevaban los hombres prehistóricos. Todo vuelve. La civilización empieza y termina igual: transportando fuego. Del mismo modo, los muertos no se pudren sino que quedan intactos en la misma posición en la que murieron: sentados tomando café, por ejemplo; cosa que en nuestro imaginario colectivo solo puede aludir al desastre de Pompeya. Todo vuelve. Más anecdótico, pero también curioso, es pensar en el título, The Road, y en otro título mítico, On the Road, el de la novela de Kerouac. Lo que ha hecho McCarthy eligiendo ese título es como si un escritor colombiano llamara a su novela Cien segundos de soledad. Es aludir voluntariamente a un clásico de su literatura. Cuando los de la generación Beat recorrían su carretera, McCarthy era un chiquillo. Pero lo que ellos abrían, la posibilidad de recorrer una arteria viva del mundo, esa carretera que rompía los moldes sociales y les permitía escapar de lo convencional, McCarthy lo cierra. La carretera es ahora lo único que hay y está muriéndose. El mundo entero está reducido a esa carretera, y ya no hay adónde escapar. La arteria se secará del todo. La vida se secará, dice McCarthy. Ya no se podrá estar «en» la carretera como algo distinto a estar "en" otro lugar, porque la carretera es el mundo y el infierno, y no hay otro lugar. Ya no hay "en": por eso On the Road se acorta en The Road. Pero tras crear un mundo en el que la única salida parece el suicidio, McCarthy tiene la capacidad que sólo los mejores tienen. Llevarnos a algún lugar a los lectores, pobrecitos de nosotros, que pululamos por encima de las páginas como un personaje más, gesticulando, pidiendo por favor -¡por favor!- que la cosa no termine como imaginamos. Danos algo, decimos, danos un punto de luz. Una ligera posibilidad de, una rendija para. Mendigamos cualquier cosa. Y McCarthy nos escucha. Nos da algo que no nos reconcilia de manera fácil con nosotros mismos, pero que tampoco nos hunde en la miseria total. Un final, en definitiva, de obra maestra. McCarthy exprime su trama mínima, la retuerce como una toalla húmeda hasta hacerle rezumar goterones de poesía límpida, profunda, llena de una honestidad existencial a la que ningún lector puede quedar inmune. Esas gotas bastan para empaparte de poesía. Te quedas chorreando poesía, y luego vas encharcándolo todo torpemente, llamando a tus amigos y a tu familia, hablando con tus vecinos, con tus compañeros de trabajo: recomendándola.