Los girasoles ciegos pertenece a esa clase de libros de apariencia engañosa: finitos, con abundantes espacios vacíos repartidos entre sus páginas, invitan a pensar que podrán ser leídos de un tirón, un aliciente para el lector ávido e impaciente, pero basta con ponerse a ello para comprobar, no sin cierto estupor, cómo el supuesto librito se estira, se dilata; tras completar la lectura del primero de los cuatro relatos que lo conforman la idea de abordar de inmediato el siguiente deviene penosa. Antes de hacerlo conviene dejar pasar un intervalo de tiempo a fin de supurar el dolor contenido en sus páginas. Un dolor tan profundo, tan agudo, que al igual que los medicamentos expendidos con receta, sólo puede ser administrado al lector comprimido en pequeñas dosis. Pero ya llama de nuevo el librito, porque al mismo tiempo que invita a apartar la mirada también nos atrae con fuerza (piénsese también en Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu), lo que en él se narra es tan real, tan veraz, el sufrimiento del que nos hace partícipes se revela tan digno, tan válido, quizás por el acierto de estar forjado a base de espesos silencios -sabido es que el dolor intenso dificulta el habla- que resuenan con mayor fuerza que las propias palabras. No hay mejor manera de transmitir el tremendo dolor, la terrible humillación de la derrota, su impuesto sobre la dignidad maltrecha de los contendientes; en definitiva el fruto maduro de una guerra civil que unos cuantos ganaron y absolutamente todos perdimos.
Que, a día de hoy, un libro como Los girasoles ciegos vaya por la décimocuarta edición es un signo de esperanza.