La imaginación a veces es caprichosa. Esta historia debía comenzar aquí cerca, pero comienza al norte, muy al norte, junto al ventanal de una casa ubicada en Ráivola, un lugar que ya ha perdido este nombre y se halla rodeado de bosques y lagos en el lejano istmo de Carelia. Edith, una joven pálida de ojos brillantes y pelo rubio, tose continuamente cerca de una pequeña lámpara y un cuaderno de tapas de hule en el que acaba de escribir que anhela la tierra que no es, porque está cansada de anhelar las cosas que son. Sus pulmones son frágiles y el aliento final de la primavera exhala un vaho que anuncia su despedida. Aunque es enemiga de los fantasmas, se dirige a la mecedora en la que -ella sueña- se sienta el viejo contador de cuentos, y le pregunta si él también cree que todas las largas raíces de la verdad son sospechosas, y que ésta sólo se encuentra en cortos fragmentos rotos.
En algún rincón sigue creciendo el invierno, los gigantes sonríen y persisten las dudas sobre si existe algún camino que conduzca a la felicidad. El desconocido en el que laten estos recuerdos es un niño que da vueltas a la sombra de un árbol, que a él le parece más alto que los demás y permanece encerrado en un viejo círculo que nadie cruza. Por los bordes de la tapia de un antiguo asilo, dos ancianas menudas buscan caracoles mientras un pequeño grupo de ciclistas sube por la carretera hacia Cabieces. En él van uno llamado Reybroeck con una camiseta del Faema y otro llamado Momeñe con una del Fagor. No importa como fueron las cosas, éstas terminan siendo como se las recuerda, intangibles, mudas, irrecuperables y, sin embargo, tan presentes que a menudo también parecen mágicas.
La intención era hablar de Santurtzi, o quizás fuese más preciso decir que era usar ese vocablo para evocar un sentimiento de pertenencia a un lugar. Para saber quiénes somos necesitamos tener un lugar de donde venir. ¡Y hay tantos a los que se da un mismo nombre! Ráivola ya no existe, tampoco existe el Santurtzi de mi niñez. El tuyo, lector o lectora, es posible que a mí me resulte tan extraño como a ti la tos seca de Edith y las palabras que encierra su cuaderno de tapas de hule. Allí se dice: Mientras recorría a pie el sistema solar vi a una mujer sonriente que se jugaba a los dados su dicha. Pero aquí se pone fin a este pequeño fragmento: sólo contiene un sentimiento de extrañeza y un aire ininteligible de despedida. Antecede al origen, se trata de una sensación tan inexplicable como tantas otras, la única diferencia es que aún carece de nudo en el ombligo. Todos los santurces posibles no son los que uno comprende; algunos, sepultados por el paso del tiempo, a mí me parecen tan lejanos como el istmo de Carelia. Reconstruir es aquí dejar volar la imaginación.