LUKE nº 84

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Opinion

Bestiario

josé morella

chupa chups

Estamos hartos de nostalgia. O mejor dicho, hartos del agosto que están haciendo algunos (los de siempre, por otra parte) a base de llenar el mercado de productos del pasado. Y nuestra inquina no es por capricho o por nuestro carácter irritable. Antiguos grupos pop o rock se reúnen, ya sesentones, y hacen giras mundiales. Nos venden, en DVD, La Bola de Cristal completa, así como todas las series televisivas de la historia. Hay ediciones conmemorativas de tal o cual película o libro cuando cumplen diez, quince, veinte o veinticinco años. Las páginas web con contenido "nostálgico" se multiplican. Hay que recordarlo todo. Pero debemos darnos cuenta de que la operación funciona en los dos sentidos: esta compraventa del pasado afecta sin remedio a nuestra propia experiencia del recuerdo. El pasado se vuelve producto con envoltorio para regalo, y es imposible quedar indemnes. Nada sobrevive a su reificación mediante el comercio, nada sigue existiendo del mismo modo. Gilles Lipovetsky (Los tiempos hipermodernos, Ed. Anagrama) utiliza la palabra "museificación". Dice: "Del museo de la crep al museo de la sardina, del museo de Elvis Presley al de los Beatles, la sociedad hipermoderna es contemporánea del todo-patrimonio y del todo-conmemorativo (...) ...la nueva valoración del pasado se caracteriza por la hipertrofia, la saturación, la ampliación infinita (...) Hemos pasado del reinado de lo finito al de lo infinito, de lo limitado a lo general, de la memoria al hiperrecuerdo: en la neomodernidad, las lógicas del presente armonizan con la proliferante inflación de la memoria". Al hacerse todo susceptible de entrar en el museo, de ser conmemorado, todo pierde valor. Paradójicamente, darle valor a cualquier cosa hace que nada la tenga. Recuerdo que se "museifica", recuerdo que se acartona. Se trata de una solidificación de la memoria, que la convierte en algo muerto. Al atrapar los recuerdos los cosificamos, les extirpamos su esencia, los convertimos en cáscara. Chupamos la pulpa, los consumimos, y dejan de funcionar como funcionaban antes. Al comprarlos y venderlos, les dejamos sin alma.

Pero creemos que Lipovetsky no se detiene lo suficiente, es demasiado breve, y el asunto da más juego. Pensemos en lo que está ocurriendo con el disco duro de nuestros ordenadores. La gente nunca tiene suficientes gigas (o como se llamen). Se amplía sin parar la memoria de las máquinas. Se convierten en almacenes de archivos (que se acumulan vía e-mule o alguno de esos programas) para construir "museos personales": del mismo modo que el mundo es un gran conjunto de museos temáticos de la memoria, nuestro disco duro es un museo sobre nuestra propia vida que vamos formando con el tiempo. Apiñamos allí infinidad de cosas: los dibujos animados que de niño te gustaban, miles de fotos, las películas que mitificaste en todas las edades de tu vida, la "banda sonora de tu vida" (canciones que escuchabas en tal o cual ocasión), vídeos de bodas y bautizos... lo que uno quiera. De ese modo, todos los recuerdos que, incorporados a tu memoria, y gracias al poder selectivo y estabilizador de la misma, conformaban tu pasado y colaboraban a estructurar tu identidad, se vuelven ahora puro yeso, se secan, y su propia esencia se convierte en algo muerto. Al intentar apropiarte físicamente de tu propio pasado, encarcelarlo dentro de tu PC (es decir, clausurarlo), acabas convirtiéndolo en un monstruo. Te pasa lo que a Víctor Frankenstein, el moderno Prometeo, cuando le da vida a su criatura.

Nuestra época se horroriza ante la pérdida, y nos obliga a jugar con la ilusión de que es posible no perder las cosas. De que si disfrutaste de algo una vez, entonces es posible poseerlo, tenerlo en tu museo de coleccionista-de-ti-mismo y atraparlo para siempre, disfrutarlo para siempre. Pero no siempre percibimos que, al entrar en nuestro "museo", la experiencia recordada sale de nuestra tradicional y "auténtica" memoria, o queda dentro pero abatida, en forma de cadáver. Esta museificación de la existencia es esencialmente pretenciosa: antes de nuestra época, hubiera sido visto como un patético magalómano quien se creyera lo suficientemente importante como para acumular así las circunstancias de su vida, como si fueran fetiches. Somos el fetiche de nosotros mismos. Lo curioso es que hoy en día no somos megalómanos. Todo lo contrario: la megalomanía no abunda porque todo hijo de vecino puede tener su museo.

Otro filósofo que nos puede ayudar a entender un poco esto es Slavoj Zizek, que nos habla de cierta paradoja que se da en nuestra sociedad: la regla totalitaria de nuestro mundo es que hay que disfrutar al máximo de todo; de la comida, del sexo, de la familia, incluso del trabajo. Pero para poder disfrutar de todo hay que quitarle a todo su diabólica y maligna esencia. O sea, que tomamos café sin cafeína, leche sin nata y caramelos sin azúcar; queremos la espiritualidad de la religión, pero sin su doctrina (de ahí el éxito del yoga y los refritos del budismo para consumo rápido); queremos aprender idiomas, pero sin esfuerzo; practicamos sexo virtual, es decir, sexo sin sexo; nos encanta la cultura étnica, la música africana y cosas así, pero que no vengan los moritos a vivir a nuestro edificio: queremos al otro pero sin el otro. Lo queremos todo, pero todo bien castrado, no nos vaya a hacer daño. Si relacionamos a Lipovetsky y a Zizek, queda esto: hay, hoy en día, una inflación de memoria, pero esta memora está vacía de su esencia, descafeinada. No se parece en nada a lo que, antes de hoy, se entendía por nostalgia. La tristeza que la nostalgia tradicional contenía no está por ningún sitio. La tristeza está prohibida y lo obligatorio es disfrutar. Estas normas son más angustiantes que las prohibiciones tradicionales, del tipo no practiques el sexo o no te emborraches. Al estar angustiados con el paso del tiempo y con cómo disfrutar de él, intentamos no pensar en el pasado. Una forma de cosificarlo y matarlo es llevárnoslo al museo de nuestro disco duro. Nuestro inconsciente mata lo que amó, lo que deseó, para poder seguir deseando (pero, ¿amando?) otras cosas de manera compulsiva. Lo sano sería recordar como siempre lo hemos hecho, con añoranza, pero eso no tiene cabida hoy en día. ¡Disfruta, imbécil!, nos grita el mundo, ¡disfruta de una vez! ¿Cómo se te ocurre ponerte así de melancólico? ¡Como te veamos triste te vamos a meter palos hasta en el carné de identidad! Nostálgico... ¡Bah! ¿Quién te crees tú que eres?