"Extinción", para muchos la obra cumbre de Thomas Bernhard, vendría a ser una especie de Biblia para los autoexiliados -no confundir con emigrados-, todos aquellos seres que por distintas razones se sintieron desubicados, no llegaron a adaptarse a su lugar de origen y del que por iniciativa propia decidieron alejarse tan pronto gozaron de la oportunidad de valerse por sí mismos. Las razones que pueden conducir a alguien al autoexilio son numerosas y variadas pero todas ellas convergen en una profunda sensación de infelicidad por parte del afectado quien, en muchos casos, tarda en percatarse de que su insatisfacción es producto del entorno en que le ha tocado vivir. Aún así, la distancia física, el poner tierra o mar de por medio, apenas constituye un alivio; si bien necesario para su supervivencia nunca es la solución al problema. El autoexiliado hará bien en no bajar la guardia por muy distante que se le antoje su antiguo escenario, la fuente de su desdicha. Éste se las ingeniará siempre para dar con el modo de reclamar a su presa sin importarle el tiempo transcurrido ni la distancia física. En el caso de la novela de Bernhard todo se precipita a raíz de la muerte de sus padres y de su hermano en un accidente de coche, lo que le obliga no sólo a regresar a la casa paterna sino también a hacerse cargo de aquella propiedad que él tanto detestó. Por algún extraño motivo son los intelectuales austriacos quienes, al modo de los grandes escaladores, parecen haber llevado el género del autoexilio a sus más altas cotas, partiendo siempre de la base del odio hacia las propias raíces, pero también en España contamos con ejemplos muy significativos de este tipo de literatura. El castigo del autoexiliado es que a menudo se ve marcado desde su misma infancia y, por mucho que le pese, su vida queda irremediablemente determinada por su lugar de origen aún en mayor medida que aquellos otros que optaron por quedarse y, orgullosos, hicieron de su permanencia su más preciada bandera.