Entre 1900 y 1906 aparece la serie de novelas en las que Colette narró las aventuras de ese personaje autobiográfico suyo llamado Claudine, esa preciosa muchacha de inteligencia afilada y voraz que vive en un pequeño pueblo de provincias. No hay más que empezar a leer esos deliciosos libros para entender por qué escandalizaron de tal modo y gustaron tanto a los lectores de la época. Conocer a la Claudine de los primeros libros de la serie es entrar en un interregno poco específico, situado entre la infancia y la adultez. Dirán ustedes que eso es la adolescencia, pero en Colette no hay adolescencia. Hay una niña pequeña y una mujer adulta que conviven en el mismo cuerpo. Un ser indefinido gracias a su inteligencia, o inteligente gracias a su indefinición. En Colette queda patente que la adolescencia es una simple etiqueta de esas que la sociedad, estúpida y adicta a las etiquetas, les pone a las cosas que no comprende. Lo que seduce al lector es poder ser el voyeur, simultáneamente, del intelecto y del cuerpo de esa dulce chiquilla, que hace reventar de deseo a muchas de sus compañeritas de clase, a una de sus profesoras y al inspector de la escuela entre otros personajes. Tal vez la narrativa no sea otra cosa que voyeurismo. Aquí espiamos a una especie de Lolita, con la diferencia de que lo específico del deseo sexual -físico- que produce Claudine en los otros recibe el eficaz empujón suplementario de otro deseo, que reside fuera de su cuerpo. En su inteligencia. Esa es la perversión y la novedad de Colette. No se trata solo de que Claudine sea guapa y tenga la libido despierta, ya que eso les ocurre a muchas de las niñas que aparecen en la novela, desde las más crecidas a las menores, que bien pueden tener ocho o nueve años. Tampoco se trata de que sea lista o despierta. La clave está en la manera analítica, científica, en que Claudine gestiona el deseo de la niña que no puede evitar seguir siendo. Es la reina que domina un país donde hay dos castas: los adultos y los niños. Claudine calienta a su profesora Aimée e ipso facto se va a saltar a la comba con sus amigas. Es cortejada por una chiquilla menor que ella y le responde con palizas, arañazos y puñetazos que, oh sorpresa, en lugar de molestarla, son las delicias de esa pequeña masoquista, que se acostumbra y pide cada día que la peguen, cosa que Claudine hace tanto placer como la otra siente al recibir los golpes. Claudine y su amiga Anaïs comen cualquier cosa. Trozos de madera, las hojas de los libros. Degluten con placer la mina de colores de los lápices. Eso hacen. Comen cosas no comestibles y se desean y son deseadas. Y eso lo hace una serie de mujeres, en un universo exclusivamente femenino. No hay ni un solo personaje masculino, durante la etapa escolar de Claudine, que pase de ser una simple comparsa. Tal vez el padre de Claudine, pero con muchas reservas. Absolutamente todos los personajes que hacen avanzar la historia son femeninos. Se trata de una isla de amazonas totalmente independientes de los hombres. No los necesitan. No los desean. Un matriarcado sin fisuras. Y Claudine es la reina de esa sociedad, es el personaje que más conciencia tiene de los flujos de deseo que corren entre todos los miembros. Claudine proyecta emocionalmente su inteligencia por encima de todas las personas del pueblo. Es de algún modo superior, y todos lo saben o intuyen. Eso es lo que excita a todo el mundo. A los personajes, pero también a los lectores de Colette. Sólo al año siguiente, tras haber dejado el colegio y haberse marchado a París, ya casada con un hombre libertino de cuarenta y tantos años, los hombres cobran prestancia. Es su marido, Renaud, el que hace que Claudine tenga su primera experiencia de aprendizaje significativo. Sólo aprendemos verdaderamente cuando lo hacemos con dolor, y eso que aprendemos es una fotografía de nosotros mismos. Renaud anima a su mujer, la azuza casi, a enredarse con una sofisticada lesbiana parisina, Rezi. La pobrecilla Claudine, de apenas dieciocho años, se enamora de Rezi con la ingenuidad de la niña que aún es. Locamente. Y aquí le llega el primer batacazo. La liberada inteligencia de Claudine se ahoga en unos celos infantiles que no logra controlar. Este es el último suceso en el interregno entre lo adulto y lo infantil. Claudine es arrojada definitivamente a la adultez por culpa del dolor. Colette también descubre, en su obra, que el deseo necesita a tres. No deseas a alguien si no hay otro, un tercero, deseándolo también. Necesitas el espejo del deseo del número tres para desear al número dos. Si solo hay dos, el deseo muere inmediatamente. Todo esto, ahora, tras un siglo de psicoanálisis, puede parecernos normal. Pero lo impresionante es que en 1900, cuando se publica Claudine en la escuela (fue escrita varios años antes) esa ciencia aún estaba en pañales. En 1896 Freud había usado por primera vez la palabra psicoanálisis. Jacques Lacan nació en 1901. Tal vez su nodriza o su madre, mientras le daban de mamar, leyeran, aguantándolo con la mano libre, el best-seller del momento, las aventuras de esa marrana y deliciosa niña llamada Claudine.