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Los caracoles marcan un hito importante en la evolución de la obra de Santiago Villanueva (Madrid, 1964). Villanueva fue en sus inicios un pintor figurativo que coqueteaba con el subconsciente, en búsqueda de un camino propio. En el paso de los ochenta a los noventa, Villanueva da un salto adelante en que las técnicas mixtas sobre madera sustituyen al óleo y las texturas se imponen sobre el trazo; rápidamente se van incorporando al cuadro elementos heterogéneos, objetos reciclados de madera, metal, cuerda, etc., en un tránsito progresivo pero firme hacia la supresión de la frontera entre pintura y escultura. A mediados de los noventa, Villanueva ha decantado un modus operandi muy personal, en que el contraste entre materiales fríos y cálidos resulta ya central. La obra, más que pintada, resulta fabricada en torno a un concepto básico. Y hacia 1997 encontramos, en una exposición en la madrileña Sala Villalar, el cuadro Menudo menú, en el que asistimos al inicio de la afortunada saga de los caracoles de Santiago Villanueva. Se trata aún de un antepasado lejano de los que hoy muestra en su sala de la calle Fábrica de Palma, un caracol mucho más tradicional y menos animado que los actuales, en el que aún no concurre el componente paradójico que más adelante contribuirá a caracterizarlo. Otras líneas de trabajo profundizarán igualmente en el aspecto escultórico de su obra, como demuestra el hecho de que forma parte significativa de ella la proyección de sombras, con las que desde entonces juega con destreza. El caracol -más un personaje que un mero motivo- ha venido a adueñarse en los últimos años del protagonismo en el trabajo de Villanueva, que los ha estilizado y domesticado a su voluntad.
La polisemia que es característica del caracol y de la forma espiral que lo determina afecta a todos los ámbitos: el puramente físico, con su acento de misterio matemático y su naturaleza retráctil, entre lo visible y lo invisible; el antropológico, a través de los innumerables mitos que han asociado a lo largo de la historia el caracol con el origen primigenio del universo y el desarrollo desde el interior hacia el exterior, en un sentido cosmogónico y también en el espiritual; o el simbólico-representativo, por su condición de metáfora posible de la ciclicidad del espacio y del tiempo. Jorge Semprún, a propósito de la escultura de Martín Chirino, ha afirmado que "en la ambigüedad esencial de la forma espiral -muerte y renacimiento; ascenso y caída; progreso y retroceso- [la escultura] asume todas las posibilidades de la materia, acepta todos los desafíos del espacio". Los caracoles de Santiago Villanueva explotan esa condición indefinida y, por tanto, tremendamente fértil, aunque en un sentido que nada tiene que ver con el que anima las espirales del canario. Para empezar, constituyen un componente referencial muy evidente, bien es cierto que al servicio del concepto y en acción combinada con la manipulación de las texturas, con la incorporación de arenas, pastas y materiales reciclados, con la alternancia de las formas orgánicas y la geometría, del metal y la pintura. Estos animalillos dan cuerpo a las ideas valiéndose de su doble condición de ser vivo y, como hemos visto, de signo multisignificante. El caracol se asoma y, por motivos morfológicos obvios, sirve para encarnar una mirada, una perspectiva, una actitud provocadora sobre el escenario o curiosa ante la vida.
La espiral de las criaturas de Villanueva, por otro lado, no tiene que ver con la de los caracoles reales: más que una concha helicoespiral, lo que arrastran estos atípicos gasterópodos es una especie de carrete cuya sección espiral se percibe sólo desde el lateral del animal. No estamos aquí ante un recinto íntimo en el que refugiarse, sino ante algo así como una prolongación que parece dotar al cuerpo de impulso: más una herramienta que un envoltorio, más un resorte que un refugio. Los caracoles de Villanueva son, así, elementos esencialmente dinámicos, enérgicos a veces hasta el límite de la contradicción. Subrayan el movimiento, incluso hasta renunciar a parte de su naturaleza. Es el caso de Atracción fatal, aéreo y sorprendente, o el de Salida triunfal. En Desencajado, el rasgo de la constancia domina sobre la blandura característica del molusco; en Tobogán, el caracol asume una velocidad que no le corresponde, con efecto humorístico. La ironía y el humor están muy presentes en la obra del madrileño, muchas veces en forma de juego conceptual -el interés del artista por el lenguaje va más allá de la plástica-, como en Hora punta o Visita cultural. Otras, el caracol personifica la voluntad insobornable de desordenar el orden que nos viene dado, como en Perseverancia. En ocasiones, este bichito activo y vigoroso nos hace notar de forma extraordinariamente plástica nuestra precariedad frente a la naturaleza en acción, como en Tramontana. En todos los casos, los caracoles de Villanueva, en los que las connotaciones negativas de lo viscoso han desaparecido en favor de la solidez (lo que tiene mucho que ver con el reiterado elogio de la constancia), señalan la paradoja de lo humilde, de lo aparentemente insignificante que, por medio de la voluntad o de la fe, mueve montañas.