Sin rostro. Sin manos. Sin oídos.
Así camina el mundo, sin oír ni ver. Como si no tuviera pies, como si solo se deslizara en medio del vacío.
Detrás de una vitrina blindada hay una pequeña figurilla de tierra. Apenas tiene diez centímetros. Habla sin palabras. Sin esa coraza vítrea casi se podría sentir sin extender los dedos. Lleva dentro la historia. El planeta. El mundo.
Habla sin lengua. Tal vez hace veinticinco mil años no eran necesarias las palabras, ni existía la anorexia.
Cuesta trabajo creer que fuimos cazadores de mamuts, que hubo tiempo para esculpir figurillas alrededor de una hoguera. Intento descifrar el enigma de si aun queda algo de ellos en nosotros, algo que pueda salvar este torbellino en mitad el universo, la vorágine sin frenos. Pero solo siento el vértigo que da la certeza de la ignorancia, la infinita pregunta que se esconde en el barro cocido y en la tierra herida.
Esta mujer de la edad de hielo no quiere responderme, solo abrir más la grieta del tiempo, con su rostro velado y su sombra atrapada en la vitrina.
Hace veinticinco mil años caminaban los mamuts por el mundo. Incluso en Moravia. En una aldea que ahora se llama Vestonice.
Esta es ahora mi única certeza.