Lo habitual es que los medios de comunicación traten sobre nuestras producciones más reprobables, las más dañinas, las más feroces y crueles, las que más nos escandalizan: se ha impuesto la moda de hablar de las caras más feas que puede mostrar el humano.
Y la desnuda exhibición de la violencia, de la grosería, de la porquería descontrolada y malévola, no produce aversión sino que, al contrario, acrecienta la atracción por los desechos más sombríos de nuestra sociedad.
Podemos apuntar algunas explicaciones a este fenómeno:
La primera es que el observador de este tipo de espectáculos se sentirá sano al compararse con enfermos terminales: acomodado y satisfecho con sus miserias al conocer las ajenas.
La segunda es considerar la existencia de fuerzas sociales -inaprensibles- interesadas en ahogar cualquier impulso que pretenda una forma más limpia de vivir.
La tercera, simple mezcla de las anteriores, nos habla de que esta ciega organización social mantiene así quietos y felices a sus individuos (cada uno se sabe menos terrible que esos otros que matan a las mujeres, abusan de niños o salen en televisión difamando por dinero); y así la maquinaria sigue funcionando sin tropiezos.
Sean estas u otras las razones, hemos de estar alertas: lo pernicioso -al ser nombrado, destacado, publicitado- se convierte progresivamente en lo habitual, en lo común, en lo necesario, en lo esperado.
Y, en consecuencia, esta presencia constante facilita que emerjan más actores (desquiciados, impulsivos o perversos), que se sentirán uno más -dentro de la norma- cuando hayan cometido cualquier acción despreciable.
Se provoca a nuevos actores, para que den nuevas razones y se amplifique así, con detalles y pinceladas efectistas, este mensaje desacertado.
Cuántos disparates cometemos los humanos.