Literatura

Palabras en el alfeizar

Las librerías de siempre

javier martín ríos

De nuevo en la ciudad, en las calles del barrio, en los lugares de siempre. A pesar del tiempo vivido en el extranjero, el paseante tiene la sensación de que nada ha cambiado en la ciudad desde su partida hace casi una década, allá, en aquel final del siglo XX que cada día nos parece más lejano, más humo de un viejo tren difuminándose en el horizonte, más carne de la Historia que recuerdos curtidos de una vaga melancolía. Sólo hemos cambiado nosotros, los habitantes de esta urbe de trazos costumbristas que aún guarda casi intacto un variopinto pasado entre sus muros seculares, porque el tiempo no pasa en balde, como tantas veces han repetido los poetas, y el poso de los años no ha cesado de asentarse cada día sobre la piel de nuestros rostros como musgo sobre la corteza de árboles centenarios. Mas hay algo en esta tierra del sur, siempre colmada por la luz del sol y el sueño de espuma de las olas de un mar plácido y cercano, que hace que pronto te sientas parte de esta gente, vengas de donde vengas, de muy lejos o de un espacio cultural extraño, seas un extranjero huido de la patria odiada o un hijo pródigo que al final de la vida decide volver al pueblo natal después de vagar por el mundo buscando sueños imposibles y atardeceres inolvidables.

Desde su llegada a la ciudad, el paseante ha ido poco a poco recuperando los hábitos de vida que fue moldeando año tras año con milimétrica paciencia, volviendo a esos lugares que formaban parte de su existencia cotidiana. Y por supuesto, las librerías ocupaban un lugar preferente. Para su sorpresa, las librerías que tanto frecuentó aún siguen ahí, en las mismas calles, bajo los mismos viejos soportales, donde siempre las vio desde que en la adolescencia los libros comenzaron a complementar su educación sentimental y a llenar los huecos de esa soledad que un día llegó sin llamar a la puerta sin previo aviso. No son muchas, pero ahí están, como firmes acantilados soportando el golpe continuo del furioso oleaje del océano, oasis culturales desperdigados en medio del desierto de asfalto y adoquines, pequeños jardines de flores de papel en el laberinto de calles de la vetusta ciudad.

Hubo una vez que el paseante les propuso a unos amigos escritores de su ciudad hacer un manifiesto en defensa de las librerías de siempre. Fue un día que vio una noticia en algún Telediario que pregonaba la invención de unas máquinas expendedoras de libros que se instalarían en supermercados, en gasolineras, en metropolitanos o en cualquier espacio comercial en la que una multitud de posibles compradores pudiera estar presente y dispuesta a comprar los libros enlatados en frías máquinas tras un cristal de dudoso reflejo. Al paseante este proyecto le pareció un ataque sin escrúpulos a la libertad creativa y a la heterodoxia en la que se debe sustentar toda cultura que aspire a ser contemporánea en el tiempo en que está inserta. Hubo alguien entre sus amigos que la idea no le pareció nada mal, defendiendo que la literatura podría ser más asequible al ciudadano. Mas mi amigo olvidaba que detrás de este proyecto estaba la monopolización de los libros en las manos de una sola empresa y que eso suponía acabar con toda canalización independiente de muchas empresas relacionadas con el sector editorial. Por suerte este proyecto nunca se llevó a cabo o de momento el paseante aún no lo ha visto funcionar por esas ciudades de Oriente y Occidente por las que ha ido paseando su leve y tranquila existencia.

Se habla mucho de la crisis del libro, incluso de su muerte, palabras siempre retocadas de cierto pesimismo y sombras de cruces de cementerio, pero el libro sigue con las mismas ganas de vivir de siempre. Ya han pasado varios milenios desde que comenzaran a circular por todos los rincones del mundo, esculpidos en piedra o arcilla, tallados en madera o varas de bambú, caligrafiados en gruesos o delicados pergaminos, o finalmente impresos en hojas de papel, mas aún sigue cautivando con la misma pasión que cuando el primer hombre tuvo la genial idea de plasmar las palabras sobre la materia para su conservación y expansión entre sus congéneres. En el futuro seguirán existiendo los libros, en papel, en los alféizares vacíos de Internet o en materiales aún no clasificados, pero el fuego de las palabras seguirá alumbrando con la misma luz de sabiduría y rara sorpresa. Sólo se necesita un lector que vele para que nunca se apague la llama de la palabra ardiendo en el silencio profundo de la noche. Y por fortuna, los lectores no serán pocos, porque la literatura siempre estará ahí, acechando en la esquina menos pensada de las soledades del hombre, hasta que un día este mundo salte en pedazos por culpa de nuestras reiteradas monstruosidades e infinitas necedades. Si esto ocurriese, entonces la humanidad habrá fracasado en su ensueño de permanecer en la espiral del tiempo y, junto a él, la historia de los libros y el esfuerzo intelectual de miles de años se perderían en la densa niebla de las noches sin fin, como si fuesen arrojados con prisa por la borda de un viejo barco a punto de naufragar en mitad del océano.

Después de tantos años de vivir en lejanas tierras, ha sido un gran gozo reencontrarme con la ciudad y las librerías de siempre que el paseante gustaba visitar desde la ya lejana adolescencia. Hoy ha llegado a una de ellas después de un largo tiempo sin traspasar el umbral de su puerta y ha sido gratificante ver al librero de toda la vida escondido entre montones de libros, dirigiéndole la palabra, con una sonrisa de complicidad, como si ayer mismo el paseante hubiera pasado por la librería -ese templo laico sin estatuas de dioses que adorar y ofrendar costosos sacrificios. Luego cada uno ha seguido en su sitio, en silencio, con la presencia de los libros alrededor poniendo respeto en toda la estancia. Mientras las librerías de siempre sigan en pie, la libertad de la palabra estará bajo techo seguro.