Todas las teorías acerca del origen de la vida, perfectamente confundibles con el origen del amor, me inspiran curiosidad y una compasión malsana. La curiosidad me excita, pero la compasión me deja fría. En principio, estoy dispuesta a aceptar todas las conjeturas, ya que tengo el oscuro presentimiento de que la vida - o el amor- empezó muchas veces, de mil maneras distintas, en un agónico empeño de la naturaleza por perpetuarse, por expandirse cual mancha de petróleo en un mar agitado. Sin embargo, el empeño perdió alicientes demasiado pronto: la teoría de la reproducción y la lucha de las especies le robó romanticismo al concepto- ¡Maldito Darwing!- La vida y el amor no sólo no se parecían a nada conocido, sino que, además, no había nadie allí para desearlos. El polvo estelar y el caldo de aminoácidos necesitaron una eternidad de pruebas y fracasos (llamémoslos fallos del amor) hasta lograr engendrar la vida, y durante ese tiempo todas las teorías fueron ciertas en algún momento. Hipótesis verdadera: al principio fue una vaga excitación, un aminoácido absurdamente excitado que comenzó a replicarse a sí mismo; de ese amor autista brotó todo el hechizo. Así las cosas, la materia deseaba contemplarse a sí misma y tener un espejo con el que dialogar, digamos un prójimo. Pero el aminoácido se replicó mal, con graves defectos debidos a la calentura y al enamoramiento, y del hermoso amino original surgieron copias horribles con aspecto de fontanero búlgaro o de crítico literario. De no haber estado tan "enamorado", todos seríamos la copia idéntica del primer amino, y estallaríamos de loca excitación a cada paso. La vida, producto del hermaneo, sería bien distinta, pero tampoco así habría nadie para desearla. Ahí llega mi compasión. En cualquier caso es hermoso saber que la vida - el amor- procede de una cadena infinita de errores, y que la pasión de la materia por la materia sólo cobra sentido cuando el sentimiento es fruto de una larga cadena de desatinos.