Resultaría interesante hacer el ejercicio, que tal vez haya sido hecho ya, de analizar los textos de las contracubiertas de los libros. Esos textos son los únicos que no tienen autor. Todos los otros textos, escritos o no, lo tienen: el que da título al libro, la introducción o prólogo, el epílogo si lo hay, la traducción, la selección de textos en el caso de una antología, la ilustración de la portada... Y todo esto está firmado. Aparece el nombre del que ha elaborado cada tarea. En un libro, pues, hay muchos nombres, muchas personas que responden como autores. Son los creadores y al mismo tiempo las autoridades, en sentido estricto, a las que remitirse para pedir explicaciones, para criticar o para elogiar en el caso de que valga la pena hacerlo. Sin embargo, cuando cogemos un libro de la mesa de novedades de la librería y le damos la vuelta para leer la información que nos adelanta en la parte de atrás de la cubierta, nos encontramos con un texto anónimo. Es de suponer que la editorial es responsable legal de ese texto, pero aun así no tiene un autor conocido. Puede que lo haya escrito cualquiera de los antes citados: el escritor o el prologuista, por ejemplo. Puede que sea el editor mismo, o algún colaborador de la editorial. Pero de su identidad nunca estamos seguros. Estos textos parecen crecerle a la tapa del libro como un musgo, como la natural excrecencia de las letras que contiene en su interior, como las gotas de líquido que suda una botella de vidrio cuando la sacamos de la nevera y va perdiendo temperatura. Son puro suplemento. Se hacen cuando la obra está ya terminada, y a menudo sobran. No son necesarios desde el punto de vista de la creación. Sí que lo son a la hora de vender el producto, puesto que forman parte de su envoltorio, hoy en día casi tan importante, tristemente, como su contenido. Pero se da la paradoja de que esta ausencia de autor, este carácter suplementario, es lo que vuelve el tema, para nosotros, sumamente interesante; porque permitiría, teóricamente, cierto espacio de libertad. Al no tener que responder nadie por su contenido, este texto es probablemente el que mejor responde a nuestra época: hecho al final, rápidamente muchas veces debido al ritmo de trabajo de la industria editorial, y fuertemente orientado a llamar la atención de los lectores, a servir de cebo para que se traguen el anzuelo completo, el libro, y se dejen sus buenos euros en él. El análisis discursivo de estos textos promete desvelar la red de estrategias comerciales de la industria de la literatura: cómo el conocimiento es convertido en producto. Cómo se alude al lector, a su inteligencia o a su carencia de inteligencia, a su erudición o a su carencia de erudición, a su ego, a sus pasiones, a lo bello y lo sublime que él o ella necesita para ser una persona interesante. De la misma manera que un anuncio de coches le sugiere al hombre que si compra ese coche se verá acompañado de una chica tan voluptuosa como la que aparece en el anuncio, el texto de la contracubierta quiere sugerir que si compras el libro serás tan interesante o inteligente o vital o comprometido como en ese texto se sugiere que son interesantes o vitales o comprometidas o inteligentes las miles de personas que ya lo han leído y, claro está, quien lo ha escrito. Lo que venden es, en definitiva, la inclusión en una clase social, a cuyos miembros los franceses llaman despectivamente bo-bo (bohème-bourgeoise). Eso no significa que todos estos textos sean iguales. Hay algunos más honestos, en los que, por ejemplo, citan a otros escritores, o simplemente seleccionan un trecho interesante del contenido del libro. También hay cubiertas elegantísimas, sobre todo en el ámbito de la poesía, en las que no se escribe nada. Se deja la cubierta limpia, llena de un gratificante silencio. Pero la inmensa mayoría caen en lo que John Berger, hablando de la historia de la pintura en el libro Modos de ver, llama "mistificación": la ocultación, a través de un discurso subjetivo, pomposo y muy influido por la jerga de la publicidad, de cualquier criterio objetivo que pueda hacer entender a alguien por qué una obra es una obra conseguida, una obra de buena calidad. Según Berger, el verdadero criterio es un criterio de clase social: la historia de la pintura es, en realidad, la historia de cómo los ricos han usado la pintura para mostrar su riqueza, o de cómo el hombre ha convertido a la mujer en un objeto: siempre es un espejo de las relaciones de poder. De manera que la crítica de arte, plenamente burguesa, esconde esa realidad básica bajo un incomprensible a veces y siempre subjetivo discurso que alaba la supuesta genialidad de tal o cual cuadro o pintor. Ahora podemos pasar a las contracubiertas; escojo los libros que estoy leyendo ahora y alguno de los que he leído en las últimas semanas: "Una novela directa como un knock out, que transforma la palabra en ritmo puro"; "apasionante novela que consigue una narración ágil y deslumbrante"; "sensualidad que plasma la belleza de la vida"; "poesía próxima al surrealismo, entreverada de sutil erotismo, humor terso y melancólico y memorable música verbal". He escogido deliberadamente los más llamativos, pero creo que son representativos del tono general de lo que se edita hoy en día. Independientemente de la calidad de los libros de los que hablan (de hecho casi todos los libros que he citado son, en mi opinión, buenos libros), estos discursos son pura verborrea. No dicen nada. Remiten a la fe del lector. Te dicen: créete esto, te lo digo yo, la novela es genial, abrumadora. Te lo digo yo, que no soy nadie. Y nadie no puede tener la culpa de nada.