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La publicidad televisiva acierta, a veces, en las entrañas mismas de la razón con un slogan lapidario. El lustroso automóvil, con licencia para matar a 250 por hora, se enreda en las pupilas soñolientas de la potencial víctima. Empantanando en el sofá la digestión del postre y de su propio tedio, el telespectador deja que el spot tome las riendas de su fantasía e imagina las cejas enarcadas de su amigo-vecino-cuñado catapultadas al centro de la frente por la más perfecta de las alianzas: la de la sorpresa y la envidia. "Joder, si yo tuviera ese coche...""Siempre hay alguien mirando" advierte la voz en off en el anuncio con un deje meloso de sibila infalible.
Porque el coche lustroso, con licencia para matar, fue concebido para ser pasto de miradas. Antes de pensar en su destino meramente funcional, en su humilde labor como medio de transporte, su diseñador pensó en las cejas enarcadas del amigo-vecino-cuñado del telespectador y en la siniestra necesidad del hombre de apuntalarse el ego con la posesión de objetos "mirables" y admirados. Sin vanidad, no hay competitividad y sin competitividad, no hay consumo. Por tanto, el consumo es vanidad. Y el publicista lo sabe.
Necesitamos esa retina prójima que registre el artículo de lujo que poseemos para otorgarle su justo valor. Sólo así nuestra satisfacción alcanza el nivel en sangre necesario para que nuestro cerebro se espese en la dulce convicción de que el sacrificio valió la pena. "Lo bueno entra por los ojos" asegura un viejo adagio rural.
Cabe preguntarse, en ese caso, qué sería del lustroso coche con licencia para matar y de su astuto diseñador, del televisor de plasma de última generación y de la fidelísima cámara digital, de la novia rubia y decorativa pero de cerebro despoblado, que sería, en fin, de toda esa egolatría que se nutre de las pupilas y las cejas enarcadas de los otros, si viviéramos en un mundo de ciegos. En un mundo perfecto donde nunca hubiera nadie mirando.