"El verbo leer no soporta el imperativo", así comienza ese estimulante antimanual de literatura, titulado Como una novela, con el que el francés Daniel Pennac intenta reconciliar con el placer por la lectura a nuevos y viejos lectores. Cuando yo leí este ameno ensayo, hace cuatro o cinco años, iba ya por la octava edición y se habían vendido más de 250.000 en un solo año, lo que sin duda lo convierte en un verdadero best seller entre las obras de su género. En este libro, que parte de la premisa de que una curiosidad no se fuerza sino que se despierta, pueden leerse iluminadoras citas como esa de Rousseau en la que éste afirma que "suele conseguirse con gran seguridad y premura aquello que no se tiene prisa en conseguir".
Pero dicho esto, y siguiendo con imperativos y lecturas, no creo que sea precisamente la ausencia de prisa, ni mucho menos la literatura, las que hayan logrado que un libro como El código da Vinci lleve más de 30 millones de copias vendidas en el mundo, como no creo que sea precisamente el séptimo arte o la ausencia de prisa lo que hiciera que un film al que los críticos han etiquetado con vocablos tan ilustrativos como "torpe", "porquería" o "tostón" abriera el reciente Festival de Cannes. Esto, como los records de taquilla, en este caso, están más emparentados con los milagros del dinero y el marketing, que es el hermano moderno del espíritu santo y comparte sus misterios.
El motivo de este artículo si embargo no es hablar, aunque sea mal, de El Código da Vinci, sino de imperativos y lecturas en un sentido diferente al que emplea Pennac al comienzo de su ensayo, y si he mencionado el best seller de moda es porque uno de los comentarios que abunda en la mayoría de las generosas referencias periodísticas que se refieren a él, y engordan su propaganda, no es otro que el de que "independientemente de su calidad, reúne el innegable mérito de aproximar a una ingente masa de personas a la lectura".
Pennac emplea el termino imperativo en el sentido de que no se puede obligar a leer; los que suscriben la innegabilidad de este complaciente comentario, sin embargo, lo hacen en el sentido de que el simple hecho de leer, independientemente de lo que se lea, es siempre positivo. O dicho de otra manera, parecen suscribir el imperativo de que no hay lectura, por peregrina que sea, que signifique llana y simplemente una perdida de tiempo.
Es probable que la complacencia con la vulgaridad haga más generoso el negocio, pero no creo que la degustación de peladuras incremente el aprecio por los gajos de naranja, y la lectura, como la vida, se resiste a los imperativos categóricos, porque leer, como vivir, es bueno según que libro y según que vida. Hay también libros que lo mejor es cerrarlos en la primera página y árboles que terminan tristemente en las prensas de una papelera para poco más que nada.