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A menudo delegamos en otros la consecución de un triunfo que, después, consideraremos nuestro. Parece irremediable: a falta de glorias propias, de recursos propios para apuntarnos un tanto en nuestro ranking particular de logros, confiamos la fuerza de nuestra esperanza a cualquier persona o grupo (casi siempre totalmente ajenos a nuestro devenir diario) para que triunfe en nuestro lugar.
Once mercenarios en pantalón corto llevan colgando de las botas el empuje de un millón de frustraciones. La frustración del espectador. Es el dolor de la propia existencia, el buzón regurgitando facturas, el hastío de un trabajo sin alicientes, el amor convertido en un cadáver móvil, la vida convertida en costumbre... toda esa angustia soterrada, lo que explota con un rugido de goma 2 en la garganta del aficionado cuando, desde las gradas, se rompe en un grito, animando al jugador para que consiga un triunfo que le salvará a él de sí mismo.
Esa identificación total del hincha con su equipo, con ese grupo de guerreros metrosexuales cuyos sueldos aspiran a las galaxias, no es más q una declaración de impotencia. "Alcanza tú para mí el éxito que yo nunca lograré". Por tanto, el gol ansiado llegará, si llega, paradójicamente revestido con la piel desesperada del fracaso.