Aún bajo la impresión que le había producido leer en el periódico aquella misma mañana el obituario de un documentalista especializado en la música de Nueva Orleans, quien, transcurridos meses desde la fatídica inundación, había decidido poner fin a su vida disparándose con una escopeta incapaz al parecer de superar la pérdida de su casa y del fruto de su trabajo de muchos años, se arrellanó en su sillón favorito. Decidió que aquél sería un buen momento para abordar la lectura, tantas veces pospuesta, de ¨El ruido y la furia¨, de William Faulkner. Sería su pequeño pero sentido homenaje a la ciudad de Nueva Orleans y a sus habitantes, cuyos avatares a raíz de la catástrofe, una vez superados los episodios más mediáticos, de mayor dramatismo, se habían visto, como sucede en estos casos, desplazados del interés público por otras noticias. Fuera o no casual su desvanecimiento de los radares informativos no había duda que eso era lo que más convenía a la administración norteamericana, que las penurias por las que atravesaba una ciudad tan vinculada a la identidad del país quedaran ocultas al escrutinio público, y eso que sólo habían pasado unos pocos meses desde que se produjera la tragedia. Uno hasta sentía la tentación de pensar que la devastación de Nueva Orleans durante la actual presidencia no había sido fruto del azar; desde luego no cabía pensar en un solo lugar en todo el país que representara de un modo más natural y fidedigno los valores opuestos a los enarbolados por el máximo mandatario. Baste pensar que el presidente hace gala de acostarse a más tardar a las diez de la noche sin excepción. Cabe también que todo no fuera más que una simple casualidad, pero uno se sentía legitimado al dudar que el vil abandono sufrido por la ciudad y por muchos de sus habitantes se hubiera producido de igual modo bajo una presidencia distinta a la actual, sin entrar a debatir si sus motivaciones iban más allá de la simple incompetencia. Sea como fuere el tiempo transcurría y sólo quedaba apiadarse de los habitantes de Nueva Orleans procurando que sus dificultades y penurias no cayeran en el olvido. Nada más mezquino ante un caso así que regocijarse secretamente de las miserias padecidas por la superpotencia. La que sufría era Nueva Orleans, una ciudad entrañable que había contribuido con valiosas aportaciones a la cultura popular hasta el punto de quedar insertada en el imaginario colectivo...
Claro que, ahora que lo pensaba, todo aquello no era más que una solemne tontería. ¿Acaso iba a servir de algo a la ciudad, no digamos ya a los damnificados por la inundación, que él tuviera a bien o no leer a Faulkner, quien al fin y al cabo tampoco era de Nueva Orleans aunque su vida y su obra transcurrieran en ámbitos muy próximos?... Quedó sumido en la duda hasta que por fin se replanteó la conveniencia de sus argumentos. Leería efectivamente ¨El ruido y la furia¨ porque a pesar de que la escritura de Faulkner le exigía un esfuerzo de concentración suplementario respecto a otros autores le recompensaba con creces por la intensidad de sus sentimientos y emociones y por el dulce abandono en que su lectura le sumía, una especie de trance que él equiparaba al efecto que resulta de contemplar el flujo de un río o, en ocasiones también, al de escuchar buena música.