Cuando el taxi paró frente a la casa en la que nació, Antoine Cheng no pudo contener las lágrimas por la emoción que le embargó de súbito. Veinticinco años después de haberla vendido y abandonado, la vieja casa aún se mantenía en pie en la calle Kangping, había sobrevivido a la salvaje especulación del suelo de Shanghai y por suerte no había sido devorada por las sombras sin escrúpulos de los rascacielos. Todo estaba igual en aquella céntrica calle en la que había crecido y se había convertido en un muchacho que soñaba con hacer del teatro su forma de vida. Mas a sus ojos, aquella tranquila calle ubicada en el que fue el bullicioso barrio francés, quizás estaba más bella que en aquel tiempo lejano de sueños rotos, hambre y juventud robada, con todos los edificios restaurados alrededor y los árboles de las aceras adornados con las luces de Navidad, que comenzaban a encenderse en la ciudad con los últimos suspiros de la tarde.
En la cafetería que había en la otra acera, frente a su casa natal, Antoine Cheng se sentó a tomar un café. Quería contemplarla con perspectiva, en silencio, como si fuera la fotografía de una postal olvidada hace años en una caja de cartón. Aquella casa ya no le pertenecía, ahora estaba habitada por una gente de la que no recordaba sus nombres y apellidos. Tampoco merecía la pena llamar a la puerta para reencontrarse con los fantasmas del pasado. Veinticinco años era demasiado tiempo. Él sólo quería contemplar el lugar donde había nacido y había crecido hasta hacerse un joven que quería comerse el mundo con sueños construidos con alas de papel. En Shanghai sólo estaba de paso, camino de vuelta hacia París, y había hecho escala en su ciudad natal para ver por última vez la casa que lo había visto nacer.
Cuando en 1978 China cambió el rumbo de su política y lanzó las reformas de apertura al exterior, Antoine Cheng, antes llamado Cheng Long, decidió que había llegado su hora. Durante la Gran Revolución Cultural sus padres fueron enviados a hacer trabajos de reeducación en una zona montañosa de la provincia de Sichuan y allí enfermaron gravemente encontrando un poco más tarde la muerte a miles de kilómetros del hogar. Entonces Cheng Long, que se había quedado en Shanghai bajo la custodia de unos parientes, buscó la primera oportunidad para salir de su amado y odiado país. Y esa oportunidad llegó un día y, con el dinero que consiguió con la venta de su casa, él comenzó una nueva vida en Europa, en la lejana Francia, en aquel París de atardeceres románticos que él había soñado tantas veces leyendo en los libros prohibidos que de tanto en tanto caían en sus manos. En la ciudad del Sena terminó convirtiéndose en un conocido director de teatro y al fin ese sueño de la adolescencia construido con alas de papel se había hecho realidad.
Habían pasado muchos años desde aquel día que Antoine Cheng dejó Shanghai. La ciudad ya no era la misma, en poco más de veinte años se había convertido en una de las metrópolis más grandes e importantes del mundo. Pero la casa donde él había nacido aún seguía igual que antes, como aquella calle que lo había visto crecer. En ese momento Antoine estaba muy enfermo, quizás sólo le quedaban unos meses de vida, y no quería morir sin despedirse por última vez de Shanghai. En aquella calle estaba toda su infancia contenida, el recuerdo de sus padres, de sus amigos, del primer amor, estaban sus alegrías, sus tristezas, sus sueños, sus esperanzas. Desde la cafetería vio pasar intermitentemente a todas las personas de su niñez que habían quedado para siempre custodiadas en un rincón de su corazón y, de repente, Antoine Cheng comenzó a llorar, cubriéndose el rostro con las manos, mientras afuera, a la intemperie, las luces de Navidad colgadas de las ramas desnudas de los árboles iluminaban el paso furtivo de los transeúntes.