Tratad por todos los medios de evitar otorgaros
a vosotros mismos la condición de víctimas
"Joseph Brodsky"
En cierta forma, este es un artículo sobre el padre, el hijo y el espíritu santo; un collage sin misterio y forma de trinidad elevada al cubo. El pasado 24 de enero, Carmen Rigalt escribía en su columna Desde el Guindo del diario el Mundo un artículo, titulado El niño Lenin, que contenía estos tres fragmentos:
"Empiezas coleccionando vaqueros de Versace y terminas coleccionando mierda. Entonces te diagnostican el síndrome de Diógenes y te sacan hasta en la tele".
"Las cosas ocupan y, lo que es peor, pesan. Teóricamente, al único que le importa su biografía es a uno mismo y yo he dejado de tenerme afición. Así que cada día tiro cajones de mi biografía por la borda... Ahora, mi baúl de los recuerdos cabe en una bolsa de Carrefour. Todo lo que no merece estar a la vista lo elimino. Los recuerdos importantes los llevo en la cabeza y no envejecen ".
"Yo, también guardaba chapas. De la última quema solo salvé una, mi preferida. La compré en la Unión Soviética. Sobre un fondo rojo está grabada la cabeza de un hermoso niño lleno de rizos rubios. Una especie de niño Jesús al que allí llamaban Lenin. Eso sí es un recuerdo. Podré desprenderme de camisetas, libros y collares africanos, pero siempre me quedará el niño Lenin".
Una lectura a menudo invoca otra lectura y, a mí -cosas del misterio-, ésta me invocó un ensayo de Josef Brodsky titulado Menos que uno en el que el poeta ruso decía entre otras muchas cosas:
"Puestos a hablar de fracasos, querer rememorar el pasado es como tratar de entender el significado de la existencia. Ambas cosas le hacen sentir a uno como el niño que quiere agarrar una pelota de baloncesto y se le escapa una y otra vez de las manos.
Recuerdo poco de mi vida y lo que recuerdo tiene escasa importancia."
"Por lo que se refiere al principio de mi existencia, debo confiar en mi partida de nacimiento, que declara que nací el 24 de mayo de 1940, en Leningrado, Rusia, por más que aborrezco ese nombre dado a la ciudad que hace mucho tiempo el pueblo llano apodaba simplemente «Peter», de Petersburgo, o Petrogrado.
Todo eso tenía muy poco que ver con Lenin, al que supongo empecé a despreciar cuando yo cursaba el primer grado, no tanto por su filosofía o su práctica política, acerca de las cuales a la edad de siete años sabía bien poco, sino por sus omnipresentes imágenes, que infestaban casi todos los libros de texto, todas las paredes de las aulas, los sellos de correos, los billetes y tantas otras cosas, reproduciendo a ese hombre en diferentes edades y estadios de su vida. Había el Lenin niño, querubín de dorados rizos; había el Lenin con veintitantos y treinta y tantos años, calvo y hermético, con aquella expresión vacía en su rostro, ... Había después un Lenin más viejo, más calvo, con su barba en forma de cuña, su traje oscuro de tres piezas..."
"Recuerdo esas cosas no porque piense que son las claves del subconsciente ni tampoco, desde luego, por nostalgia de mi infancia, las recuerdo porque nunca lo he hecho antes, porque quiero que algunas permanezcan..., por lo menos en el papel. Y también porque mirar hacia atrás es más remunerador que lo contrario. Mañana es mucho menos atractivo que ayer. Por alguna razón, el pasado no irradia la inmensa monotonía del futuro. Debido a su profusión, el futuro es propaganda. Lo mismo que la hierba."
Llegados a este punto, y aunque sólo sea por finalizar completando el collage con la preanunciada trinidad, aquí podría citarse un fragmento del "viejo" Lenin -a Lenin le llamaban el viejo ya en su juventud- "En vida... les sometían a constantes persecuciones, acogían sus ideas con la rabia más salvaje, con el odio más furioso y las campañas más desenfrenadas de mentiras y calumnias. Después de su muerte se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarlos...". El niño es posterior al viejo. El querubín de largos rizos, como la infancia, es melancolía que late en la cera de la vela que ilumina los descoloridos pigmentos del icono.
Lenin no dejó testamento, su viuda, Nadiezhda Krúpskaya, se opuso a la exposición de la momia de su marido y lucho en vano para que se cumpliera el deseo que le había expresado éste de que su cuerpo descansara junto a su madre y hermano en el cementerio de Vólkovskoye, de San Petersburgo. Ahora Leningrado es pasado, la Venecia del norte ha recuperado el nombre de Peter, las cenizas de la infancia hace tiempo que se dispersaron al viento y, quizás, la momia del sepulcro de mármol ya no añora tanto la resurrección como el descanso del sueño y el verdor de la hierba. El futuro sigue siendo propaganda.