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El flujo de la savia se ha detenido en los árboles y el aliento se congela en la garganta. Las palabras salen de los labios rígidas, agrietadas, cubiertas de escarcha. Al chocar contra el aire gélido tiemblan produciendo un tintineo cristalino y se resquebrajan estallando imperceptiblemente; se convierten en polvo de nieve. Bajo el manto blanquecino del hielo sólo asoman, aquí y allá, los colores de las fachadas reconstruidas que entretienen la mirada. Los patinadores motean los lagos y estanques. El esquiador de ciudad sale de su caldeada guarida para deslizarse por los bosques y los parques. Incluso los mendigos, en vez de en los tranvías, buscan refugio en las tiendas de campaña improvisadas por el ejército. Sólo las mujeres de Saudek animan las marquesinas del transporte público exponiendo sus carnes a la glacial temperatura.
Pero en la frialdad del aire se percibe una nueva esperanza, se huele la luz que está por llegar, se respira cada minuto que el sol se resiste a descender bajo la línea del horizonte. Y uno toma fuerzas para luchar cada mañana contra el termómetro despiadado.