Cuando Lu Xun llegó a Shanghai en 1927 era el escritor más reconocido de la China de su tiempo. Aunque aún no había llegado a los cincuenta años, parecía uno de esos viejos sabios de la antigüedad que iba dejando numerosos discípulos allá por donde pasaba. En el Shanghai de 1927 todo el mundo sabía de él. Su firma aparecía a diario en los periódicos y era el centro de muchas discusiones literarias e intelectuales. Cuando paseaba por la calle la gente lo miraba con esa mezcla de admiración y respeto que se tiene por esos seres humanos que se han forjado en vida, por sí mismos, la grandeza de su destino. Lu Xun era un hombre de apariencia delicada, de cuerpo frágil, casi enfermizo, pero tenía una mirada profunda, penetrante, a veces fría como una lápida de mármol, en todo momento alumbrada por las cenizas de un cigarro ardiendo en su boca; sí, era una mirada gélida, pero en la que ardía la luz diáfana del ingenio. Su nombre fue indiscutible en aquella lejana época de grandes cambios políticos y sociales, de anhelos de democracia y libertad, cuando escribir tenía su sentido verdadero -intelectual y crítico-, cuando los escritores podían cumplir con el papel civil de inmiscuirse y plantear dudas en la sociedad en la que vivían.
En la casa en la que Lu Xun pasó los últimos años de su vida se ha erigido un pequeño museo en su memoria. No es fácil de acceder hasta ella, escondida en una calleja del viejo distrito de Hongkou, aunque toda la ciudad sabe de su existencia. Pero en esta nueva sociedad china, en la que los ricos empresarios se han convertido en los nuevos héroes a los que hay que admirar, apenas se acerca gente hasta esa calleja oculta en uno de los barrios más populares del viejo Shanghai, si exceptuamos a esos pocos y anónimos lectores que, de tanto en tanto, con su visita rinden su particular homenaje al que fue un día una de las voces más preclaras de la literatura y el pensamiento de la China de las primeras décadas del siglo XX. Allí se trasladó Lu Xun con su familia en 1933 y allí vino a visitarle la muerte unos tres años más tarde, una triste madrugada de octubre de 1936. En su interior todo se mantiene igual que cuando el escritor vivía. Los muebles, los cuadros, los libros y los objetos familiares aún se conservan como en aquellos días de hace setenta años, como si aún las estancias estuvieran ocupadas por personas, con esa pátina amarilla de nostalgia que adquieren con el paso de los años las cosas antiguas. Esta fría tarde de invierno, al caminar por las habitaciones vacías, he presentido que el espíritu del escritor deambulaba a mi alrededor y me miraba con esos ojos tan profundos y penetrantes. Al entrar en la habitación donde escribía a diario, la presencia del escritor se intuía en la acogedora estancia, sobre todo en esa mesa donde trabajaba fumando sin descanso, colocada frente a la ventana, desde donde entraba el rumor cotidiano de la vida de la calle, esas nítidas voces de las gentes de la ciudad que impregnaban todos sus escritos.
Aquel día de 1936 que murió Lu Xun, Shanghai salió a la calle para despedir al escritor más admirado por el pueblo. Desde que se conoció la noticia de su muerte, todo el barrio de Hongkou lloró por uno de sus vecinos más queridos. Aquel día que lo enterraron, cientos de miles de personas tomaron las calles de la ciudad para darle la última despedida. A su lado estaban los escritores e intelectuales más importantes de la época, también estaban los estudiantes, los funcionarios, los comerciantes y los obreros. Estaban todos, sus seguidores y sus oponentes, porque todos le reconocieron esa voz crítica y libre que hacía pensar y recapacitar al lector sobre las vicisitudes más elementales de la existencia humana. Unos años después de su muerte, cuando la ideología vencedora invadió los confines de la literatura, se convirtió a Lu Xun en un símbolo revolucionario, en un escritor de las masas, en el comandante de la nueva literatura, dejando de lado toda esa producción literaria que no tenía nada que ver con el proyecto político del poder. Lo peor de todo es que el escritor estaba muerto y no tenía opción para defenderse de cualquier injerencia manipuladora e intencionada, del veneno de las ortodoxias impuestas por decreto ley y a punta de pistola. Cuando los políticos se inmiscuyen en el mundo de un escritor, la literatura siempre sale perdiendo. Por suerte, hoy día, con los aires de apertura y esa tímida transición que se respira en China, el sentido común ha vuelto a seguir el cauce natural del río en dirección del ancho mar y a Lu Xun se le analiza desde esa perspectiva crítica que desprende su propia obra.
Esta fría tarde de invierno, en la habitación en la que Lu Xun escribió las últimas obras de su vida, he presentido que el espíritu del escritor deambulaba a mi alrededor, que aún escribía fumando sin descanso en esa mesa apoyada en la ventana, mientras el rumor de la calle inundaba con sus sonidos cotidianos el vacío de la estancia. En esa acogedora habitación que da a una calleja perdida en el populoso barrio de Hongkou, he sentido la soledad del escritor inmersa en la rueda del tiempo, siempre solo frente al mundo, y la razón de ser de la escritura.