No sé si el hecho de haber practicado la docencia durante siete largos años - sin contrato, por cierto- es currículo suficiente para soltar cuatro verdades sobre el tema de la educación en España o si por el contrario debería limitarme a subrayar una carta al editor publicada hace algunos días en mi diario favorito. Quien la firma confiesa haber sido director de un centro concertado - el susodicho firma con nombre y apellidos, no parece jugar al despiste- y también confiesa estar un poco harto de que, manifestación tras manifestación, el eslogan más coreado por alumnos y enseñantes sea el siguiente: "No quitemos dinero a la escuela pública para mantener la privada". Admito que este eslogan no me resulta excesivamente familiar, pero sí algunos datos manejados por el firmante. Los datos son los siguientes: Redondeando cifras, el erario público aporta unos 3.400 euros anuales si se trata de un alumno de colegio público; unos 1.800 si se trata de un alumno de colegio concertado y absolutamente nada si hablamos de un alumno de un centro privado. Constitución en mano, ante la Ley y el erario, todos los españoles somos iguales en derechos y obligaciones, pero, ¿dónde está la igualdad en este caso? ¿Dónde queda la libertad de elección de los padres a la hora de escoger en qué centro desean educar a sus hijos? Con esta realidad, sólo los más pudientes pueden elegir entre las tres opciones, siendo esta declarada injusticia la que convierte en elitistas a los centros privados, no la opción de los padres ni el ideario del colegio. Si seguimos redondeando, un millón largo de alumnos (teóricamente iguales también ante la constitución y el erario) asisten a centros privados; lógicamente, esto le supone al estado un ahorro de 1.800 euros sobre cada alumno de centro concertado y 3.400 sobre un alumno de colegio privado. Si ese dinero "ahorrado" se reinvierte en enseñanza, y es lógico pensar que así suceda, miles de millones rapiñados a los alumnos que optan por la enseñanza no pública pasan directamente a ésta. ¿Por qué nadie lo dice claramente? Otra cuestión, no menos importante, es el tema religioso. La laicidad es una opción, perfectamente respetable, a la hora de educar a nuestros hijos. Tan respetable como pueda serlo una vía religiosa. Esta opción la eligen los padres en función de sus convicciones y creencias. ¿A partir de qué principio democrático sólo se atiende a unos y no, en igualdad de condiciones, a los otros? ¿En qué principios democráticos se apoya un sistema educativo para mantener estas manifiestas contradicciones o despreciar abiertamente los más de tres millones de firmas que no se aceptaron en la presidencia del Gobierno y acallar el millón largo de voces de ciudadanos que civil y educadamente reclamaron sus derechos en las calles de Madrid? Son cosas estas que me preocupan. No son las únicas, desde luego, porque parece ser que el gobierno del optimista antropológico tiene una cierta habilidad para crispar a la gente, crear problemas que luego no sabe solucionar y buscarse aliados entre las filas de los indeseables. Que el 2006 le traiga un poco de cordura a Zapatero, que buena falta le hace. A nadie se le escapa ya que, tras sus modos algodonados y su sonrisa de incompetente crónico, se esconde un político tan polémico como atropellador.