Claudio Magris recopiló, en una especie de colección de historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad, una serie de ensayos en un libro que lleva el significativo título de Utopía y desencanto. El ensayo que abre y da título al libro comienza con un apunte del Diálogo entre un vendedor de calendarios y un transeúnte de Giacomo Leopardi en el que -como señala Magris- el poeta italiano pone de relieve la estremecedora vanidad que subyace en el hecho de esperar, a finales de cada año, un año más feliz que los anteriores, a los que también se esperó igualmente con la misma confianza de que traerían consigo una felicidad que sin embargo nunca trajeron.
Así que, una vez arrancada la última hoja del calendario, toca repetir el ciclo estacional y renovar quimeras imposibles e incumplibles y viejos propósitos. Y hablando de propósitos, imaginemos por un momento que el de un escritor no fuera escribir ni bien ni mal sino sólo decir la verdad. Imaginémoslo, aunque seguramente alguien dirá que eso supone imaginar demasiado, y no porque piense que todo escritor es un mentiroso sino porque semejante punto de partida implica imaginar, también, que la verdad existe. Es igual, imaginémoslo como imaginamos que un año nuevo puede traer la felicidad. Estamos en enero, imaginémoslo.
Bertol Brecht, por ejemplo, decía que quien quiere combatir la mentira y la ignorancia y escribir la verdad, tiene que vencer por lo menos cinco obstáculos: tener el valor de escribir la verdad aunque sea perseguida, poseer la perspicacia de reconocerla aun cuando sea solapada por doquier, dominar el arte de hacerla manejable como una herramienta, distinguir en manos de quiénes se vuelve eficaz y manejarse con astucia para propagarla entre estos.
Tres décadas después Allen Ginsberg escribía al norte del Vortex: "En medio de América retornado, profetizo contra/ ésta mi propia nación/ fascinada por una guerra hipnótica./ Y si por mí fuera, perderíamos y nuestra voluntad sería quebrantada/ y nuestros ejércitos dispersados igual que nosotros hemos dispersado la aéreas guerrillas/ de nuestra cobarde imaginación./ Las madres gimen y los hijos son tontos/ y tus hermanos y tus hijos asesinan/ los bellísimos cuerpos amarillos de Indochina/ en sueños inventados para vuestros ojos por la TV/."
Apenas despedido el siglo, Kirmen Uribe escribía en Mientras tanto dame la mano: "No es verdad . No he cambiado./ En mis sueños/ siempre tienes veinte años./"
Y con la mirada puesta en el año que ya está aquí y camina inexorable a desdecir quimeras y espejismos para que la rueda del tiempo continúe rodando la cuesta abajo del sendero de "las cosas son como son" impulsada por la promesa del "como deberían ser", a modo de nudo para poner un arbitrario final al hilo invisible que lo anuda todo, repetir aquello que decía Edith Södergran de que "todas las largas raíces de la verdad son sospechosas, la verdad sólo se encuentra en cortos fragmentos rotos".