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El autorretrato como inspiración en el ser desde uno mismo, como circunloquio interno, como transposición plástica del onírico yo, como transmutación estética de lo que quisiéramos ser, como reflejo huido de un instante nunca engendrado, donde la irrealidad de cada uno se torna artificio al encuentro de las musas.
El autorretrato como encuentro en sí mismo en el lenguaje desbarrante y mil veces maldito del arte, donde las furias de caballos desbocados no saben querer dominarse, persiguiendo un tiempo que se acaba, que nunca volverá, renaciendo en un instante con el que transgredir las fronteras del olvido.
Nunca quiméricas voces quisieron ser saciadas, y queda en ese lugar, a la espera del designio de los tiempos, la estática imagen de uno mismo, la escueta estela de lo que fuimos o lo que nunca quisiéramos entender, nuestro PROPIO YO.
Mil veces torturadas nuestras voces, esgrimidas por conciencias calladas, apagadas entre los devaneos del destino, se erige como promontorio mágico la mirada interna, el reflejo del alma, la quemazón que nos corroe, la fuerza que nos mueve, el momento que nos conmueve y nos edifica. Es el dulce eco de nuestro adiós, sin pedir permiso, con voluntad propia, albergando en la fantasía la esquela de un día que ya murió. Queda entonces, en el reposo, el testimonio de ti.