Para ser claro,
renuncio a las frases alusivas,
a la caligrafía pálida
sobre el cuaderno mudo de las tumbas,
rechazo el podio hipócrita
de la bondad post mortem,
y a esa memoria tan desmemoriada.
Yo no quiero que apunten
en mi lápida la palabra yace,
me niego espeluznado.
No anhelo ese cheque grosero
con el que expían de mármol de hospital
lo que siempre te negaron avaros.
Ni acepto que se luzca
bajo una lluvia
de mierda de palomas
ese verbo impiadoso
en tercera persona.
No le abro los postigos,
ni a sus endebles secuaces
el adjetivo inerte
el absurdo abatido
menos aún al implacable muerto
-auxiliares morbosos de crónicas de sangre-
prefiero que sentencien
se pudre
se funde
se disuelve
pero jamás
yace.
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Porque la muerte
puede sea otra cosa,
menos sucia y severa,
mejor que la tapa biselada y sorda,
quizás algo tan simple
como tumbarse al sol,
sobre el pasto o la arena
en una tarde franca y sin ruinas,
con vino y con regazo,
y sonrisas con huella
y dialecto de besos
y un murmullo entrañable
que recite poemas.
Quizás yacer
no sea esa quietud
de corazones secos,
ni el sueño, ni el olvido,
sino un íntimo zafarrancho,
un arrebato de vida sin permiso,
un insomnio de goce,
con marea de lluvia
y peces sin abismo.
Una muchacha fresca,
pechos de hierbabuena,
que te besa la ausencia
sin placebo y sin pena.
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Ojalá no sea
el hartado celeste
de los castos y pulcros,
tampoco el infierno ceniza,
el hoyo de un ambiente
con renta anticipada,
sino jugar rayuela
hasta llegar al cielo,
y que don dios gorrión
disponga tiernamente:
"levántate y vuela".
Puede que signifique
cerrar la vida apenas,
como quien deja un libro,
hasta que en una noche
de miedo a la tormenta,
o duda desvelada,
lo hojeen conmovidos,
esos ojos más nuevos
que guardan mi mirada.